No basta con tener o rentar una casa en la ciudad. El verdadero derecho no es solo habitarla, sino vivirla plenamente: a caminar con seguridad, a respirar sus parques, a acceder a su cultura, a decidir cómo se transforma. El derecho a la ciudad parece abstracto pero propone que todas las personas –sin importar su origen, condición económica o social—tienen no solo el derecho de habitar en la ciudad, sino también el de participar activamente en su construcción, organización, desarrollo y a disfrutar de sus beneficios de manera equitativa. Este concepto fue acuñado por el filósofo francés Henri Lefebvre, quien planteó la ciudad como un espacio colectivo que debe responder a las necesidades de sus habitantes, no solo a intereses económicos o privados. La ciudad, decía, no es un producto terminado ni un privilegio; es un espacio colectivo que debe garantizar bienestar, inclusión, participación y cultura. Medio siglo después, este principio se ha retomado en debates urbanos de todo el mundo, y algunas ciudades han empezado a traducirlo en acciones.

Una de ellas es la Ciudad de México, que en su Constitución local reconoce el derecho a la ciudad como un principio rector. Pero una cosa es el papel y otra la realidad. La buena noticia es que, más allá de los muchos problemas que siguen existiendo, la capital del país ha dado pasos concretos para hacer este derecho más que un ideal. Y no estamos solos. En ciudades como Barcelona, por ejemplo, el Ayuntamiento ha creado una Unidad contra la gentrificación y ha promovido leyes que impiden que los fondos de inversión compren edificios enteros para especular con la vivienda; París, por su parte, ha puesto en marcha el plan de “ciudad de los 15 minutos”, que busca que cualquier persona pueda acceder a servicios básicos –salud, educación, cultura, empleo— a menos de 15 minutos de su hogar caminando o en bicicleta; Montreal ha priorizado el acceso público a la cultura; Nueva York, aunque enfrenta una brutal desigualdad, ha invertido en preservar viviendas asequibles a través de cooperativas y programas de control de renta.

De regreso a la capital mexicana, destacan los programas de vivienda en renta para jóvenes o para personas de bajos ingresos. Que alguien pueda vivir en la ciudad sin endeudarse de por vida o ser expulsado a las periferias es una manera de asegurar que nadie quede fuera del entramado urbano solo por falta de dinero. En una ciudad donde el mercado inmobiliario se vuelve cada vez más agresivo, este tipo de políticas no solo son deseables, son urgentes.

También está la apuesta por recuperar el espacio público. El parque La Mexicana, construido donde antes había un basurero, la restauración de la Alameda Central o del Bosque de Chapultepec, que ahora busca integrar todas sus secciones, son ejemplos de cómo se puede devolver vida y dignidad a lugares que antes estaban olvidados. No se trata solo de sembrar pasto, sino de garantizar que cualquiera –sin pagar entrada, sin importar su colonia— pueda disfrutar de un entorno verde, limpio, seguro.

La cultura es otro eje fundamental. Museos con entrada libre, conciertos gratuitos en plazas públicas, actividades artísticas en barrios lejanos al centro: todo eso también es ejercer el derecho a la ciudad. Porque la cultura no debe ser un lujo reservado para quienes puedan pagar una entrada. Debe ser parte del aire que respiramos en colectivo.

Y no hay que olvidar algo fundamental: una ciudad no puede ser justa si no es también segura. El derecho a la ciudad también incluye poder transitarla sin miedo, vivir sin violencia, llegar a casa sin correr riesgos. Ese es un aspecto donde todavía hay mucho por hacer. No basta con espacios verdes si no se puede caminar libremente por ellos. La seguridad, especialmente para mujeres, niños y grupos vulnerables, debe ser parte central de cualquier política urbana que se diga incluyente.

Es verdad que falta mucho. En zonas donde los precios se disparan, hay personas que son desplazadas sin que nadie les pida permiso. Gente que ha vivido toda su vida en un barrio y que, de pronto, no puede pagar la renta o el predial porque el mercado inmobiliario decidió que ese lugar “está de moda”. Por eso es urgente que otras ciudades del país empiecen a actuar de inmediato y reconozcan el derecho a la ciudad no solo como una idea bonita o el reconocimiento de su gobierno como vanguardista, sino realmente como una política pública. Porque cuando se deja todo en manos del mercado, son los pobres quienes terminan expulsados.

El derecho a la ciudad no es un lujo progresista, ni una ocurrencia utópica. Es la idea radical –y profundamente democrática– de que todos tenemos derecho a quedarnos, a participar, a imaginar y a transformar el lugar donde vivimos. Y eso debería ser el punto de partida en cualquier política urbana, en cualquier parte del país.

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