Vivimos en un país donde millones de jóvenes no pisan museos, no leen libros, e incluso una cantidad considerable no va a escuelas, y sin embargo se educan –sí, se educan– a través de redes como TikTok, YouTube, Facebook o Instagram. Su idea del amor, del cuerpo, del éxito, del “buen vivir” no lo aprenden en la escuela ni en su casa, sino en un algoritmo que premia el escándalo, la imitación y la viralidad.
El problema no es que existan estas plataformas. El problema es que se han convertido en los nuevos formadores masivos de conciencia sin que nadie lo diga en voz alta y peor aún, sin que exista ninguna regulación real sobre los contenidos que priorizan. Las redes sociales ya no son solo un espacio de ocio: son, en muchos casos, el principal canal de aprendizaje informal de una generación. Pero ¿qué estamos aprendiendo?
Por ejemplo, TikTok no es neutral. Su algoritmo –diseñado para maximizar el tiempo de permanencia y la rentabilidad publicitaria– selecciona lo que vemos, lo que ignoramos y, en buena medida, lo que pensamos. Es un filtro invisible, pero eficaz, que decide qué contenidos se vuelven visibles y cuáles se pierden en el olvido. Y en ese ecosistema, el arte, la ciencia, la reflexión o la historia no tienen la misma oportunidad que retos virales o discursos incendiarios.
No basta con garantizar el acceso físico a museos o bibliotecas si el espacio donde hoy se forman millones de personas –el digital—sigue siendo una selva sin reglas. Si el Estado quiere tomarse en serio el derecho a la cultura en el siglo XXI, debe comenzar por disputar el algoritmo. Y eso implica asumir que lo digital es también un territorio cultural, donde no puede reinar únicamente la lógica del mercado.
Esto no significa censura. Significa exigir a las plataformas transparencia en sus criterios de difusión, impulsar visibilidad para contenidos con valor educativo y social, y crear incentivos para que los creadores que aportan –y no solo entretienen– tengan posibilidades reales de llegar a más audiencias. ¿Por qué no financiar o promover algoritmos culturales que propicien el pensamiento crítico, la educación, la diversidad lingüística o el patrimonio colectivo? ¿Por qué seguimos llamando “entretenimiento” a un contenido que deforma la autoestima, cosifica cuerpos o refuerza estereotipos de género?
El derecho a la cultura, en su versión más robusta, exige que toda persona pueda no solo acceder a contenidos, sino también crear, expresarse y participar de manera equitativa en la vida cultural de su comunidad. Hoy ese derecho se ve cercado por plataformas que funcionan como filtros ideológicos globales, invisibles y opacos, donde lo valioso suele quedar enterrado bajo capas infinitas de entretenimiento vacío.
Lo que hoy ocurre con estas redes sociales no necesariamente es entretenimiento: en ciertos sectores de la población se vuelve una colonización simbólica. ¿De qué sirve que un joven tenga internet gratuito si lo que consume alimenta más su ignorancia, el odio o la superficialidad? ¿Qué libertad hay en elegir si la elección está predeterminada por un algoritmo que premia lo más adictivo, no lo más constructivo?
El Estado mexicano, –y en general, los gobiernos del mundo– han llegado tarde a esta conversación. Pero aún estamos a tiempo. Regular no significa controlar, o prohibir ciertos derechos humanos como la libertad de expresión o la libertad comercial, sino abrir el espacio a contenidos culturales de calidad, obligar a las plataformas a rendir cuentas sobre sus algoritmos, y garantizar el pluralismo en el entorno digital. Así como hubo una política editorial desde Vasconcelos y a lo largo del siglo XX, necesitamos una política de visibilidad digital en el XXI.
Hoy Tiktok, ya enseña más que muchas escuelas. La pregunta ya no es si eso es bueno o malo. La pregunta es: ¿Qué está enseñando? ¿Y por qué lo permitimos sin decir nada?