Prohibir la muerte del toro en una corrida es como quitarle la violencia al boxeo o la velocidad a la Fórmula 1: el espectáculo deja de ser lo que era. No es una exageración decir que con la reforma aprobada por el Congreso de la Ciudad de México, la tauromaquia tradicional ha llegado a su fin. El nuevo modelo de corridas sin violencia y sangre, promovido por la Jefa de Gobierno Clara Brugada, elimina la esencia de lo que por siglos fue considerado para muchos como arte, una tradición y, para algunos, una manifestación cultural innegociable.

El gremio taurino ha argumentado durante años que la tauromaquia no es solo un espectáculo, sino una expresión artística arraigada en la historia. Pero nuestra sociedad ya es otra, cada vez somos menos tolerantes con el maltrato animal y, aunque me gustaría decir que estamos erradicando la violencia en todas sus formas, la realidad es que hemos normalizado ciertos tipos de violencia mientras rechazamos otras. Es innegable que en un país donde los asesinatos y desapariciones son una sombra constante, espectáculos que glorifican el sufrimiento animal resultan cada vez más anacrónicos.

Con esta reforma, la tauromaquia se enfrenta a una prueba de fuego: ¿seguirá convocando multitudes sin la sangre que la caracterizaba? Lo dudo. Seamos sinceros, la violencia es el núcleo de lo que algunos llaman arte o cultura taurina. Si retrocedemos en la historia, podemos preguntarnos: ¿las luchas entre gladiadores en el Coliseo romano habrían sido tan populares si no hubieran implicado la muerte? La atracción humana por la violencia ha sido ampliamente estudiada por médicos, psicólogos, filósofos y distintas ciencias. Desde Freud hasta los estudios contemporáneos sobre la neurobiología de la agresión, sabemos que el ser humano tiene una inclinación por el espectáculo del combate y la muerte. Esa es una de las razones por las que la tauromaquia, durante siglos, ha sido defendida con tanto fervor.

Estoy seguro de que algunos de ustedes han escuchado a los defensores de esta forma de entretenimiento que, “si comemos carne, ¿por qué escandalizarnos por la muerte de un toro en una plaza?” Este razonamiento es simplista y falaz. No es lo mismo un sacrificio regulado para consumo humano que la tortura prolongada de un animal ante una multitud que aplaude su agonía. Comer carne es una necesidad para muchos; ver a un toro desangrarse en el ruedo es entretenimiento. La diferencia es abismal.

Las sociedades evolucionan, y con ellas, sus entendimientos de los valores. No se trata de señalar con el dedo a quienes han crecido con la tauromaquia como parte de su identidad, sino de reconocer que las formas de convivencia cambian. Así como hemos dejado atrás otras prácticas que en su momento fueron aceptadas, es tiempo de aceptar que la tauromaquia tradicional no tiene cabida en una sociedad que busca ser más empática y justa con todas las formas de vida.

Esta reforma no prohíbe en absoluto las corridas de toros, pero sí transforma su esencia. Es un paso hacia adelante para aquellos que creen en la dignidad animal y un golpe para quienes sostienen que su arte solo es posible a través del sufrimiento. La tauromaquia ha sido despojada de su componente más primitivo. Ahora le toca al público decidir si sigue teniendo sentido sin él.

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