En los últimos meses hemos visto marchas y protestas encabezadas por jóvenes que apenas rebasan los veinte años, e incluso por adolescentes. Algunos las califican de revueltas sin sentido, otros las interpretan como el despertar de una generación que se niega a heredar un país roto. Lo cierto es que la llamada Generación Z está marcando una nueva forma de participación pública: más espontánea, más emocional y menos dispuesta a pedir permiso.

Los nacidos entre mediados de los noventa y 2010 crecieron en medio de crisis sucesivas: la violencia cotidiana, la pandemia, la precariedad laboral, la ansiedad climática y la desconfianza hacia las instituciones. Son jóvenes que no recuerdan un mundo sin internet, que se informan a través de sus redes y que miden la credibilidad no por la edad ni por el cargo, sino por la coherencia. No marchan detrás de un partido ni de un líder, sino de una causa. No buscan tomar el poder, sino visibilizar lo que el poder ignora: la salud mental, el acoso escolar, la violencia de género, la desigualdad y la urgencia ambiental. Lo suyo no son las ideologías, sino las experiencias compartidas.

Las redes sociales son su punto de encuentro y su megáfono. Un video de un minuto en TikTok puede convocar a más personas que un mitin, y un hilo en X puede encender debates que antes ocurrían solo en aulas o congresos. Pero la protesta digital no es una moda pasajera ni un "activismo de sofá": muchas de esas movilizaciones terminan en las calles, frente a escuelas, edificios públicos o plazas. Lo que cambia es el lenguaje. Donde las generaciones anteriores usaban discursos y pancartas solemnes, la Generación Z usa ironía, humor, estética, música y símbolos que los adultos muchas veces no entienden. Su protesta suena distinta porque su mundo también lo es: rápido, visual y saturado de información.

Aunque algunos los acusan de ser frívolos o de no tener rumbo, detrás de sus gestos hay una incomodidad real. Son jóvenes que crecieron viendo cómo se hablaba de cambio climático mientras los bosques desaparecían; cómo se prometía igualdad mientras aumentaban las brechas; cómo se repetía que "los jóvenes son el futuro" mientras se les cerraban las puertas del presente. Por eso sus manifestaciones no buscan derribar gobiernos ni escribir nuevas constituciones: buscan ser escuchados, exigir coherencia y recordar, como lo afirman algunos, que las promesas incumplidas también se convierten en violencia.

Los adolescentes, por su parte, han empezado a organizarse por temas que antes parecían exclusivos de los adultos: la seguridad en las escuelas, la educación sexual, la salud emocional. Son los hijos de la era de los feminicidios, de las noticias falsas y del miedo a salir de casa. Han aprendido que callar no los protege y que, si no alzan la voz, nadie lo hará por ellos. Su rebeldía no es una pose: es un intento desesperado de participar en un mundo que los excluye.

Esta generación no tiene manual ni liderazgos tradicionales. Se organiza a partir de empatías momentáneas, causas virales y redes que cruzan fronteras. Tal vez por eso su fuerza confunde a los adultos, acostumbrados a jerarquías claras y movimientos estructurados. Pero su aparente desorden es, en realidad, una forma de resistencia: un modo de decir que la autoridad debe ganarse, no imponerse.

Cada generación ha tenido su manera de rebelarse. La diferencia es que esta lo hace con un teléfono en la mano y un futuro incierto frente a los ojos. No se trata de juzgar si lo hacen bien o mal, sino de preguntarnos qué hicimos nosotros para que tuvieran que salir a la calle tan pronto.

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