Los bebés del siglo XXI ya no tendrán únicamente peluches de compañía. Ahora los abrazará un juguete dotado de inteligencia artificial capaz de responder preguntas, corregir su lenguaje, contar cuentos y hasta vigilar sus emociones. Uno de estos nuevos productos se llama Grem, un peluche interactivo que, con apariencia inocente, se convierte en el primer educador algorítmico de la infancia. La escena es tan tierna como perturbadora: un niño que aprende más de un software encapsulado en felpa que de la voz de sus padres.

En paralelo, startups como Nucleus o Herasight ofrecen algo todavía más inquietante: pruebas genéticas para predecir el coeficiente intelectual de embriones y, con ellos, permitir que los padres elijan al “más inteligente”. Lo que en el discurso comercial se vende como una oportunidad de optimizar la genética, en realidad revive los fantasmas del eugenismo. La diferencia es que ahora no se hacen en nombre del Estado o de una ideología, sino del mercado y la promesa de la perfección.

Ambos fenómenos –el peluche que enseña y el embrión seleccionado–convergen en un mismo dilema: ¿Quién tendrá el control sobre la formación de la próxima generación? Porque lo que está en juego no es solo la tecnología, sino el modelo de humanidad que queremos construir.

El problema con un juguete educativo de IA no es únicamente técnico. No se trata de si responde bien o mal a una pregunta infantil, sino de qué valores transmite. Un algoritmo no es neutral: alguien lo programó, alguien decidió qué cuentos contará, qué emociones validará y cuáles ignorará. Cuando un niño crezca acompañado por un peluche inteligente, su primer vínculo afectivo será con una máquina que traduce el mundo según los parámetros de una empresa privada.

El riesgo jurídico es evidente: la formación de la infancia deja de estar en manos de la familia y el Estado, y pasa a depender de los intereses de compañías tecnológicas. ¿Quién regulará lo que ese peluche enseña? ¿Qué pasa si el juguete induce patrones de consumo, ideologías políticas o sesgos culturales?

El caso de las pruebas genéticas va más lejos. Si hoy un laboratorio ofrece seleccionar al embrión con más probabilidades de tener un alto IQ o evitar ciertas enfermedades, mañana podrá hacerlo con la estatura, la complexión o el color de piel. A primera vista parece un avance médico, pero también podría ser el inicio de un mercado de seres humanos diseñados.

Aquí la ética y el derecho se tocan de frente. El principio de igualdad ante la ley se ve comprometido si, desde el vientre, un niño ya fue elegido o descartado en función de un algoritmo que predice su potencial. Además, surge la pregunta sobre el derecho a la identidad genética: ¿Puede un ser humano ser reducido a una tabla de probabilidad? ¿No es una nueva forma de discriminación, ahora legitimada por la ciencia? Conviene recordar que, jurídicamente, los embriones no son personas titulares de derechos humanos; su protección es especial y condicionada, pues solo si nacen vivos acceden a la personalidad jurídica y, con ella, a la plena tutela del Estado. Esto abre un dilema: la tecnología anticipa escenarios de exclusión desde la concepción, pero el derecho aún no reconoce al concebido como sujeto pleno de igualdad ante la ley.

Ambos ejemplos anticipan un escenario donde la inteligencia artificial no será solo una herramienta, sino la niñera invisible que educará desde la cuna y moldeará incluso antes del nacimiento. La próxima generación crecerá en un entorno donde gran parte de su formación –emocional, intelectual, social– será mediada por máquinas. Y lo más inquietante es que carecemos de marcos jurídicos para regular esta transformación.

El siglo pasado, la humanidad reaccionó tarde a la eugenesia y a los excesos del control estatal sobre los cuerpos. Hoy el riesgo no viene del Estado totalitario, sino del mercado desbordado y de una sociedad fascinada por la promesa tecnológica.

La pregunta nunca ha sido si debemos usar la inteligencia artificial para apoyar la educación o para mejorar la salud reproductiva. La pregunta es quién debe establecer los límites y bajo qué principios éticos y jurídicos. Porque lo que hoy parece un avance entrañable –un peluche que cuenta historias o un embrión con alto IQ– puede convertirse mañana en la renuncia más profunda a nuestra autonomía como sociedad.

¿Estamos dispuestos a entregar la formación de la humanidad a los dictados invisibles del mercado y la tecnología?

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