En el Estado de México, el poder no solo se ejerce: también se desborda. En días recientes el secretario de Gobierno, Horacio Duarte, acudió personalmente al municipio de Tecámac para intentar forzar la renuncia de parte del ayuntamiento. No lo logró, pero tampoco se dará por derrotado, y según voces locales ensaya la misma presión en otros municipios. La pregunta es inevitable: ¿Qué hace un secretario de Gobierno operando cambios políticos como si fuera virrey de cabildos ajenos?

El episodio revela una tensión que no debería existir en un sistema republicano: un funcionario estatal metiendo las manos en la vida interna de los municipios como si estos fueran extensiones administrativas del gobierno estatal y no órdenes de gobierno constitucionalmente autónomos. El artículo 115 de la Constitución es categórico: los municipios administran libremente su hacienda, eligen a sus autoridades y gobiernan con plena autonomía. Nada autoriza al Ejecutivo estatal —ni por sí ni por interpósita persona— a sustituir esa voluntad.

Y, sin embargo, ahí está el secretario, recorriendo ayuntamientos como quien mide territorios. ¿Actúa con instrucciones de la gobernadora Delfina Gómez, o actúa a pesar de ella? Ambas respuestas inquietan. Si lo hace por encargo, significa que, a dos años de gestión, la titular del Ejecutivo está más concentrada en su sucesión que en su administración. Si lo hace por cuenta propia, entonces el problema es otro: un secretario que se comporta como dueño del Estado de México, convencido de que acumular control municipal lo posiciona para la candidatura que ambiciona.

Es bien sabido que cuando un partido concentra demasiado poder —institucional y de facto—las fracturas no provienen de la oposición, sino de sus propias mitades hambrientas. La historia política está repleta de personas que, alimentadas por el sistema, terminan mordiéndole la mano a quien los encumbró. El poder absoluto crea subpoderes que tarde o temprano buscan convertirse en el principal. Como satélites que, lejos de orbitar en armonía, quieren ser el centro. No es un fenómeno nuevo, es simplemente la condición humana.

En este caso, la gobernadora paga el desgaste de quienes deberían fortalecerla. Mientras ella intenta proyectar estabilidad, su secretario provoca animadversión, críticas y tensiones innecesarias. Y conviene recordarlo: la decisión sobre quién la sucederá no la tomará ella, sino la presidenta Sheinbaum. Apostar a la construcción de feudos municipales para “negociar” la candidatura es leer el tablero desde una postura desafiante.

Desde el ángulo jurídico, los municipios no están indefensos. Si consideran invadida su esfera de competencias, pueden promover una controversia constitucional ante la Suprema Corte. No se trata de una batalla política, sino de la defensa de su autonomía. Ojalá alguien se lo recuerde a la presidenta municipal de Tecámac, porque tolerar una intromisión de esta naturaleza no solo vulnera al municipio, sino que también contradice la protesta que hizo al asumir el cargo —guardar y hacer guardar la Constitución—, e incluso podría acarrearle responsabilidades si omite actuar ante una invasión tan evidente a sus competencias.

La política mexiquense vive su propio drama clásico. En La Ilíada, Homero muestra cómo las guerras más devastadoras no siempre se libran contra el enemigo externo, sino entre aliados cegados por la ambición. Algo similar ocurre hoy: no es la oposición la que amenaza la estabilidad del Estado de México, sino quienes, desde dentro, buscan ser más que el propio gobierno. La fragilidad del gobierno estatal no es nueva; en Palacio Nacional siempre lo han tenido presente. Por eso invitaron a Alejandra del Moral al gabinete federal: no quieren una oposición que capitalice los errores que se cometen en Toluca.

El poder, como la literatura, nos enseña que no hay tragedia sin hybris: esa soberbia del personaje que ignora los límites y termina provocando su propia caída. Convendría que varios personajes de Morena lo recordaran. Ahí está el ejemplo de Fernández Noroña, quien con su incongruencia y soberbia se ha encaminado al ostracismo político.

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