En la Ciudad de México, caminar por la Roma, Condesa, la Juárez o Coyoacán, solo por mencionar algunas, ya no es lo que era hace 20 años. Las casas viejas ahora alojan cafeterías y restaurantes, bares con coctelería de autor y estudios de yoga. Los rótulos coloridos se sustituyen por tipografías minimalistas en inglés. Y los vecinos de toda la vida se marchan. La ciudad vive una ola de gentrificación que no es nueva. Pero que en los últimos años se ha acelerado, empujada por la renta corta o el home office global y la especulación inmobiliaria.

La postal se repite en muchas ciudades del mundo: Barcelona, Venecia o Ámsterdam han visto protestas masivas contra el turismo desbordado y el desplazamiento de residentes. En México, ha habido recientes protestas y aunque no siempre se ven en las calles, se siente en la imposibilidad de pagar una renta o de permanecer en el barrio de toda la vida.

En México, esto no es exclusivo de la capital: la misma tensión entre turistas, inversionistas y vecinos se reproduce en pueblos mágicos, ciudades intermedias o destinos de playa que se convierten en imán de renta corta y consumo de lujo. Comunidades enteras ven cómo la llegada de nuevos habitantes y visitantes dispara precios y transforma oficios, comercios y costumbres. Es un fenómeno profundamente económico y social, que evidencia la desigualdad y la urgencia de equilibrar el derecho a la libertad comercial frente al derecho a pertenecer, el cual en su esencia se entiende como los derechos a la identidad cultural, a la vivienda adecuada, derecho a la ciudad, o el derecho a la vida comunitaria y pertenecer a un grupo.

Gentrificación no es remodelar fachadas. Es un proceso de expulsión: donde antes vivían familias, hoy proliferan alojamientos turísticos. El resultado: rentas impagables, identidad barrial diluida, servicios saturados. La ciudad se convierte en producto y el hogar en mercancía.

Frente a esto, el derecho a la ciudad —consagrado en la Constitución de la CDMX—exige que toda persona no solo pueda habitar la urbe, sino participar en su transformación. Pero aquí aparece la tensión: ¿Cómo garantizar ese derecho sin vulnerar otros?

Porque del otro lado están quienes, con justicia, defienden su derecho de propiedad y su libertad económica. Si alguien tiene un departamento y quiere rentarlo por Airbnb, ¿no está ejerciendo legítimamente su derecho? ¿Hasta qué punto puede el Estado intervenir para limitar esa renta sin violentar sus derechos?

Es una pregunta legítima. Y como todo en el derecho, el reto está en encontrar equilibrios constitucionales. Ni el libre mercado es absoluto, ni lo es el derecho a habitar un barrio sin cambios. Por eso, en lugar de prohibir, toca regular. Eso hacen en otras ciudades: limitar el número de licencias de Airbnb, exigir que el propietario sea residente, establecer zonas de protección barrial, cobrar impuestos al alquiler turístico. No se trata de vetar el derecho a rentar, sino de ponerle reglas de convivencia social.

En México, ese debate apenas comienza. Mientras tanto, barrios enteros se vacían de sus vecinos, los precios se disparan y la ciudad pierde su memoria. Porque una ciudad que solo ofrece vivienda para turistas o nómadas digitales, y no para quienes trabajan y la sostienen, es una ciudad desequilibrada.

La ciudad no es solo un bien económico: es un bien común. Regular no es censurar. Regular es ordenar para que todos puedan vivir, no solo quienes pueden pagar.

Una ciudad que expulsa a su gente se vuelve ajena. Y una ciudad ajena no es una ciudad libre, es apenas un decorado.

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