Las recientes detenciones relacionadas con el huachicol fiscal y la captura del líder de La Barredora no solo exhiben la penetración criminal en las instituciones mexicanas; marcan, sobre todo, un nuevo momento en el gobierno de Claudia Sheinbaum. Nunca antes en su todavía joven sexenio la presidenta había concentrado tanto poder político como ahora.
De un lado, la red de empresarios y mandos de la Marina que durante años operó con impunidad; del otro, un exsecretario de Seguridad de Tabasco ligado a Adán Augusto López. La señal es clara: la presidenta está dispuesta a cortar hilos de poder que todavía atan a su gobierno a la sombra del obradorismo.
En política, las detenciones no son solo actos de justicia: son también mensajes. Al exhibir a altos mandos de la Marina vinculados con redes de corrupción, se coloca inevitablemente en entredicho a quienes los protegieron en el sexenio anterior. Y al capturar a excolaborador de Adán Augusto, se desmorona la idea de que las viejas lealtades del obradorismo seguirán intocables. Sheinbaum, con la contundencia de estos operativos, no solo enfrenta al crimen organizado: enfrenta a los poderes fácticos de su propio partido.
Este cambio de correlación de fuerzas es quizá lo más relevante. Durante años, Morena ha funcionado bajo el liderazgo de López Obrador. Su capacidad de decidir candidaturas, alianzas y silencios era absoluta. Pero hoy en el terreno de la seguridad –donde más se juega la legitimidad de un gobierno—la presidenta da un paso que la separa de ese control. No consulta: actúa. Y al hacerlo, exhibe la vulnerabilidad de quienes antes parecían intocables.
En este tablero, Omar García Harfuch emerge como su mejor aliado. No es casual que sea él quien dé la cara en las conferencias, quien anuncie las capturas y detalle los operativos. Harfuch le aporta a la presidenta lo que ningún otro miembro de su gabinete puede: una imagen de eficacia, confianza y disciplina. Su presencia convierte la narrativa presidencial en hechos visibles, en resultados tangibles.
Las detenciones, sin embargo, no deben leerse solo como golpes contra redes criminales. También son ajustes de cuentas dentro del poder político. Cada captura envía un mensaje doble: hacia afuera, que el Estado no tolerará más la impunidad; hacia adentro, que nadie puede escudarse bajo el manto del obradorismo para protegerse. El discurso del Ejecutivo se complementa con un ejercicio de autoridad que comienza a redefinir la relación entre la Presidencia y las élites de su propio partido.
Queda la pregunta: ¿estamos ante un nuevo estilo de ejercer la presidencia? Porque si algo muestran estos operativos es que Sheinbaum entendió que su gobierno no puede reducirse a administrar el legado de López Obrador.
El futuro inmediato dependerá de que estas detenciones no se queden solo en golpes espectaculares. Pero, al margen de sus desenlaces judiciales, el mensaje político ya está enviado. La presidenta Claudia Sheinbaum está construyendo su propio poder presidencial, uno que no se limita a heredar, sino que se atreve a desafiar y reordenar.






