La iniciativa presentada por el diputado morenista Armando Corona Arvizu para adicionar los artículos 211 Bis 8 y 211 Bis 9 al Código Penal Federal, parte —quiero pensar— de una intención legítima: proteger la imagen, la voz y la identidad de niñas, niños y adolescentes ante los riesgos de la manipulación digital. En una época en la que la inteligencia artificial convierte cualquier rostro en objeto de burla o suplantación, nadie puede negar la necesidad de un marco que frene los abusos. Pero la buena intención no siempre hace buena ley.

El problema de esta propuesta —conocida como la Ley antistickers— no es su propósito, sino el instrumento que elige: el derecho penal. Pretender resolver con prisión este problema es síntoma de un viejo reflejo mexicano: creer que todo puede arreglarse con más normas. Como advirtió Norberto Bobbio, el exceso de leyes es la señal de una sociedad que legisla más de lo que educa. México es el ejemplo más claro: somos uno de los países con mayor densidad normativa y, paradójicamente, con menos cumplimiento efectivo.

La iniciativa propone sanciones de tres a seis años de prisión y hasta seiscientos días-multa para quien difunda imágenes o audios manipulados sin consentimiento, incluso si se trata de sátira. La desproporción es evidente. El bien jurídico protegido —la honra o la identidad digital— no justifica una reacción punitiva tan severa. Ya existen vías civiles, administrativas e incluso penales (como la llamada Ley Olimpia) que tutelan estos derechos sin incurrir en una censura potencial.

Además, la propuesta choca con la libertad de expresión consagrada en la Constitución y en los tratados internacionales de derechos humanos. El humor, la crítica y la parodia son expresiones sociales que el derecho no puede castigar sin vulnerar la democracia.

Quizá la propuesta venga de los memes y stickers que le hicieron al diputado cuando la presidenta Sheinbaum le bajo la mano al intentar tomarse una selfie con ella e invadir por completo su espacio personal. En fin, no hay mucho de que preocuparse: Morena no puede desgastarse con este tipo de ocurrencias. Ese impulso de defender lo indefendible solo se veía cuando las ocurrencias venían de otra persona, no de un diputado.

Lo que sí es preocupante, es que esta iniciativa revela una práctica cada vez más común en el Congreso: legislar por legislar. En su afán de medir la productividad parlamentaria en número de reformas o de aparecer en la agenda mediática, muchos legisladores promueven iniciativas sin rigor técnico ni sentido práctico. Se confunde la cantidad con la calidad, y el resultado es una inflación normativa que ahoga al propio sistema jurídico. Se hacen leyes para hacerse presentes, no para resolver problemas.

México padece una obsesión por “normar” todo. Como señaló Giovanni Sartori, la legitimidad de la ley no proviene de su abundancia, sino de su racionalidad y eficacia. Cada nueva prohibición que nace sin un diagnóstico sólido erosiona la confianza en el sistema jurídico y reduce la libertad ciudadana. Un Estado saturado de leyes se vuelve, paradójicamente, un Estado sin ley, porque la inflación normativa destruye el respeto por la ley.

Y en medio de este frenesí legislativo, vale la pena reconocer la lucidez constitucional del diputado Ricardo Monreal, quien se ha pronunciado en contra de esta iniciativa, como también lo hizo frente a los excesos de la reforma a la Ley de Amparo y su intento de aplicarla retroactivamente. Ojalá esa lucidez sea permanente. El país y sus estudiantes de derecho constitucional agradecerían una constancia semejante.

La verdadera protección a la infancia digital no se alcanzará con cárceles ni con nuevos tipos penales, sino a través de educación digital, alfabetización mediática y políticas públicas preventivas. Una tarea que se le podría encargar a un Torres Bodet, no a la improvisación de cualquiera. Los niños y adolescentes necesitan comprender el alcance de su huella digital, no crecer bajo la amenaza de una nueva figura delictiva.

El derecho penal es el último recurso, no la primera reacción. Convertirlo en herramienta moral o política termina castigando la creatividad y el disenso. La dignidad humana merece tutela, sí, pero sin sacrificar libertades que también la sostienen. Entre proteger y censurar hay una frontera que la ley debe cuidar con precisión. Un país que responde con sanciones a cada exceso en redes sociales no se vuelve más justo, sino más temeroso.

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