Entre los muchos derechos humanos que nuestra Constitución reconoce, algunos suelen pasar desapercibidos, como el derecho a la cultura. Está reconocido en el artículo 4°, junto a derechos tan esenciales como la salud o el agua. Pero mientras todos entienden por qué es vital tener un hospital cerca o una llave con agua potable, no todos comprenden por qué importa tener un museo, una biblioteca o una clase de pintura o danza.
Tal vez porque durante mucho tiempo se nos ha hecho creer que “cultura” es asistir a la ópera, visitar el Louvre o entender a Monet. Esa visión reducida –y sí, elitista— nos aleja del verdadero significado del derecho a la cultura: el derecho a participar, crear, conocer y disfrutar de las expresiones artísticas y simbólicas de nuestro pueblo. Y eso incluye tanto una sinfonía de los grandes barrocos occidentales como una danza de nuestros pueblos indígenas; tanto un óleo de Matisse como una canción tradicional zapoteca.
En la Ciudad de México, es cierto, abundan los espacios culturales. Tenemos más de 180 museos, decenas de teatros y conciertos gratuitos que paga el gobierno, se presume –con razón– de una gran oferta cultural. En años recientes, sin embargo, se criticó duramente la organización de algunos de estos conciertos masivos en el Zócalo, cuyos costos alcanzaron cifras millonarias. La entonces jefa de Gobierno argumentó que la cultura debe ser accesible para todos, no solo para quienes pueden pagar altos precios por boletos, y que su administración buscaba democratizar el acceso a eventos culturales de calidad. Tiene razón, y ya lo dijimos, la Ciudad de México garantiza en mayor medida el derecho a la cultura.
Pero el problema no es la capital. El problema está en la desigualdad del acceso. ¿Qué pasa en el resto del país? ¿En las comunidades donde no hay agua, ni médicos, ni maestros? ¿En qué momento un adolescente que tiene que caminar kilómetros para llegar a su secundaria y que apenas tiene útiles escolares va a pensar en la posibilidad de acercarse a las expresiones artísticas? ¿Cómo vivir el derecho a la cultura si ni siquiera se garantiza el derecho a la alimentación o a la supervivencia?
Aquí es donde debemos ser claros: no se trata de construir un Museo de Orsay en Oaxaca ni de colgar un Van Gogh en una escuela de la sierra de Guerrero. Se trata de entender que la cultura se manifiesta de muchas maneras, y que debe ser reconocida y fomentada desde la escuela, desde la comunidad, desde la infancia.
¿Por qué no fortalecer la educación artística en las primarias y secundarias? Hoy en día el plan de estudios contempla talleres de música, teatro, danza y artes visuales, pero no se trata solo de aprender a tocar la flauta. Quizá se pueda complementar esa enseñanza con una asignatura que les permita conocer las grandes corrientes artísticas, los movimientos que marcaron la historia y también reconocer el valor del arte local, comunitario, tradicional. El objetivo no es formar al próximo Pollock –aunque quién sabe, tal vez sí–, sino permitir que cada niña y niño sienta el arte como parte de su vida, como una forma de manifestar emociones, de explorar su mundo, de construir su identidad.
Y además, hay que decirlo con claridad: acercar a los niños y jóvenes a la cultura es alejarlos de las drogas, de la violencia y de muchas formas de destrucción social. Como el deporte, el arte ocupa, forma, vincula, arraiga. Un adolescente que pinta, baila, actúa, es un adolescente que encuentra un canal para su rabia o alegría. La cultura no es solo un derecho: es una herramienta poderosa para la prevención del delito y la reconstrucción del tejido comunitario.
Cumplir con el derecho a la cultura no implica multiplicar recintos, sino democratizar el arte y devolverlo a la gente, a las aulas, a las plazas públicas. Para que nadie, en ningún rincón del país, crea que la cultura no le pertenece.