Hoy se celebra otro aniversario de la Revolución Mexicana, un hito histórico que partió de la resistencia de ciudadanos hartos del régimen de Porfirio Díaz, quien, bajo su mandato autoritario y su lema de “orden y progreso”, mantenía una paz forzada que costaba la libertad y la vida de quienes cuestionaban el statu quo.
Entre los críticos más valientes estaban Ricardo y Enrique Flores Magón, periodistas combativos que arriesgaron todo para despertar al pueblo y denunciar las injusticias del Porfiriato. Su periódico, Regeneración, fue un faro en medio de la oscuridad represiva, un recordatorio de que la resistencia comienza con la verdad.
Porfirio Díaz respondió con mano de hierro, acallando las voces disidentes mediante censura y persecución. Pero el clamor de “¡sufragio efectivo, no reelección!” se convirtió en el grito que encendió una revuelta popular sin precedentes, marcando lo que se conoce como la Tercera Transformación: un esfuerzo por construir un país más justo.
Más de un siglo después, el gobierno de la llamada Cuarta Transformación busca posicionarse como el heredero de aquella lucha revolucionaria. Sin embargo, la comparación resulta, en muchos aspectos, un espejismo. La reciente reelección de Rosario Ibarra Piedra al frente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos es un ejemplo monumental de estas incongruencias. Su continuidad en el cargo simplemente no se explica, los senadores parecen más interesados en consolidar cuotas de poder que en garantizar una verdadera defensa de los derechos humanos.
Este tipo de maniobras recuerda a los vicios de antaño. En la Revolución Mexicana, el poder absoluto de Porfirio Díaz era cuestionado por concentrar decisiones en una élite. Hoy la 4T promete justicia y equidad, pero permite que sus diputados viajen en helicópteros disfrutando de lujos que distan mucho de los principios de austeridad que predican. Peor aún, esos mismos legisladores, ensoberbecidos por su capacidad de influir en otros, parecen olvidar que el poder es un medio, no un fin.
La Revolución Mexicana nos enseñó que el poder embriaga, y en el Congreso actual parece haber una resaca colectiva. Tal como una fiesta descontrolada, el exceso de poder lleva a decisiones impulsivas, muchas veces contrarias al interés público. La metáfora no es gratuita: una persona borracha puede perder el control, pero un político embriagado de poder pone en riesgo a toda una nación.
Si la 4T aspira a compararse con las grandes transformaciones de nuestra historia, deberá replantearse. La presidenta Claudia Sheinbaum tiene frente a sí un reto monumental, más allá de la inseguridad o la economía, tendrá que ubicar a sus compañeros del movimiento que creen tener el poder de desobedecerla. Tiene que concentrar el poder en su investidura presidencial, está al frente de un sistema de gobierno presidencialista, no parlamentario, permitir que sus legisladores sigan actuando con impunidad y egocentrismo diluye no solo su autoridad sino la promesa misma de la 4T.
Si quieren seguir en el poder por más de medio siglo, como ya han amenazado algunos morenistas, tendrán que regresar al espíritu colectivo, a la búsqueda de justicia que movió a los revolucionarios. La Cuarta Transformación no puede quedarse en un juego de espejos donde los principios se desvanecen detrás de la hipocresía de sus discursos. Recuerden que llegaron al poder por la vanidad y frivolidad de Peña Nieto y su circulo más cercano, comportarse como ellos los encaminará al mismo destino.
En este aniversario de la Revolución Mexicana es tiempo de reflexionar si estamos avanzando hacia un México más justo o si seguimos atrapados en un ciclo de poder y privilegios.
Porque, como enseñaron los Flores Magón, la verdadera transformación no se decreta, se construye. Y México, más que discursos, necesita acciones que realmente honren su historia.