Era 2019 y unos lo negaban; otros no querían creerlo y otros no creían que fuera posible. Un gobierno identificado como de izquierda le entregaría más poder, facultades y recursos a la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) en general, y específicamente en seguridad pública, en detrimento de la institución civil del sector seguridad: la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC). Las advertencias de la militarización que se veía venir eran objeto de burla en medio del entusiasmo oficialista desbordado que negaba lo evidente. Pero desde entonces se dijo con todas sus letras: el presidente López Obrador quiere a la GN en SEDENA. Finalmente, el 25 de septiembre de 2024 logró llevar su anhelo personal a la Constitución de todos.
La Guardia Nacional quedó establecida como una Fuerza Armada permanente con atribuciones para ejercer la función de seguridad pública, que incluye la prevención y la investigación del delito. No se trata de una policía –éstas son instituciones civiles por mandato constitucional–, sino de una institución militar que, como parte de su formación, recibirá alguna instrucción en función policial. Su reclutamiento y doctrina –vaya pues, su ADN– será el de la institución a la que está adscrita: la Secretaría de la Defensa Nacional. La reforma fue aprobada sin mayor deliberación por las legislaturas estatales suficientes para su publicación en el Diario Oficial de la Federación y entrada en vigor.
Para llegar ahí, se construyó desde el oficialismo una narrativa en la que sólo la seguridad en manos de la Defensa Nacional pacificaría al país. El terreno es indiscutiblemente fértil: la impunidad es casi total en el país y el acceso a la justicia es una excepción. En México, son las víctimas o las familiares de las víctimas las que realizan las investigaciones de sus casos. A nivel nacional, 42% de las carpetas de investigación fueron archivadas por las fiscalías estatales y sólo en el 12% se ejerció acción penal de acuerdo con el Censo Nacional de Procuración de Justicia estatal más reciente, con datos de 2022. Sin embargo, las fiscalías y su inoperante modelo de investigación del delito no formaron parte de la reforma presidencial.
También, como parte de la narrativa oficial –el relato del gobierno reproducido por sus vocerías en medios e incluso canales oficiales como las conferencias mañaneras del presidente– la responsabilidad de la impunidad en México se transfirió al Poder Judicial. Esto, pese a lo dicho: de las casi 2 millones de carpetas de investigación con alguna determinación en las 32 fiscalías estatales, el Ministerio Público –que no forma parte del Poder Judicial– ejerció acción penal sólo para 220 mil.
A lo anterior habrá que sumar la incapacidad o nula voluntad del presidente para tender puentes con actores sociales con una preocupación honesta ante el empoderamiento del sector militar. No tuvo oídos para propuestas dirigidas a fortalecer las instituciones civiles de seguridad (policías) y de procuración de justicia (fiscalías).
Tampoco quiso o no pudo definir mecanismos para una efectiva distribución de tareas de seguridad entre federación, estados y municipios, de manera que fuera posible establecer en qué casos específicos es innegablemente necesaria la intervención militar ante la ocupación criminal (como en Chiapas, Michoacán o Sinaloa); y dónde el problema es de seguridad pública al alcance de las entidades federativas.
Y así llegamos al cierre. El gobierno que puso en manos militares la función policial federal, culpó a los jueces de la impunidad y dejó intactas a las fiscalías cerró 2023 con una tasa de de 19.9 carpetas de investigación por homicidio doloso y feminicidio por cada 100 mil habitantes, cifra ligeramente superior a 2011, el año más violento del sexenio de Felipe Calderón, de acuerdo con datos del Observatorio Nacional Ciudadano. La estrategia federal fue un fracaso y por la misma razón, estamos obligadas reconstruir nuestras instituciones de justicia y seguridad. Sí es posible.