La masacre en El Paso, Texas, demostró lo que tanto temíamos, que el odio racista que siempre ha estado en la sociedad estadounidense pasara a la acción en la forma de un asesino serial. No es una novedad que tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo hay gente que detesta a cualquiera que considere diferente por su origen nacional, pero lo distintivo del momento es que la máxima autoridad presidencial del país más rico y poderoso del planeta promueve expresiones de odio xenófobo, lo mismo vitoreándolo que no condenándolo. Sin embargo, hay un error de creer que este discurso es original de Trump cuando desde hace muchos años ha ido tomando la forma que hoy tiene. Samuel Huntington escribió la década pasada un libro que conmocionó por su crudeza. En ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad estadounidense, el autor postulaba como su principal hipótesis que la inmigración de mexicanos era la mayor amenaza a la cultura sajona. Basado en datos demográficos, de influencia política y sobre todo de prácticas culturales, insistía en la enorme penetración de la cultura mexicana en la sociedad estadounidense, que calificaba de catástrofe para ese país. Huntington no hacía distinción alguna, como no la hizo el asesino de El Paso, Texas, entre mexicanos, mexicoamericanos o simples paseantes que tuvieron en el peor día de su vida la maldita mala suerte de ir de compras.
Es importante entender entonces que el movimiento racista que ha alimentado Trump desde su podio presidencial no es una ocurrencia, sino un movimiento que tiene miles de seguidores y que se nutre de distintos ideólogos, como la propia obra de Huntington, pero también, los varios libros que personajes populares como Ann Coulter han escrito, que repiten propuestas racistas que ni siquiera Trump se atreve a decir públicamente. Así de grave.
Es importante alertar sobre este discurso porque aunque lo hemos visto en cientos de anécdotas ocurridas en alguna parte de Estados Unidos donde se agrede a alguien por hablar español, se le insulta por parecer mexicano, se le grita que regrese a su país, aunque la persona sea descendiente de quienes estaban en un territorio ahora de Estados Unidos, antes que siquiera un sajón llegara a esas tierras, la realidad es que esos crímenes de odio se dejaron pasar y sólo tuvieron la sanción de las redes sociales.
La masacre es por tanto el nivel extremo de este odio visceral y apocalíptico que no es igual que otros lamentables tiroteos masivos que han ocurrido con mayor frecuencia en EU, respecto a cualquier otro país del planeta. Desafortunadamente el objetivo era específicamente atacar mexicanos, ante lo que no podemos permanecer inmunes pensando que hablan de otros.
Para un racista xenófobo no hay diferencias cuando elige odiar. Al hablar genéricamente de mexicanos se incluye a todo latinoamericano como parte del imaginario de la amenaza a la que hay que construirle un muro como arremete Trump en cada mitin. Pero para el racista no hay tampoco distinción de clases sociales, por lo que la élite mexicana que siempre ha sentido que ante los ojos extranjeros queda claramente separada de la prole, cometería el error de no entender que el racismo es absolutamente irracional y los incluye como parte del grupo que representa una supuesta invasión.
Es por esto que discutir sobre la masacre de El Paso, Texas, va más allá de que hubiera entre los muertos ciudadanos mexicanos al lado de mexicoamericanos. Es un momento de quiebre que debe de llevarnos a buscar nuevas coordenadas para contrarrestar el odio. Esta por encima de los partidos, los proyectos políticos y los intereses personales. Requiere una reacción como nación y dejar de lado actitudes mezquinas o incluso, discursos patéticos de algunos grupúsculos locales que van en el mismo tono perverso que criticamos de Trump. Basta, aquí no.
Profesora e investigadora del Instituto Mora