Maryse Condé falleció a los 90 años en un hospital de Francia después de una larga enfermedad neurodegenerativa. Su legado es enorme como escritora y como feminista. Nació en el archipiélago francés de Guadalupe, en el Caribe, y en la edad adulta vivió en París, en Guinea-Conakry, en Ghana y por periodos cortos en Estados Unidos.
En la isla tuvo una posición privilegiada porque su padre era banquero y su madre maestra. Su madre le abrió el mundo de los libros, aunque después fue crítica de sus primeros escritos. Maryse fue amante de la lectura desde muy niña. El primer libro que llegó a sus manos en la adolescencia fue Cumbres Borrascosas. Desde ahí, decidió que sería escritora, aunque entonces era imposible pensar en mujeres que escribieran libros y menos aún mujeres de las Antillas. Cuando escribió su primer libro Yo, Tituba, la bruja negra de Salem, tenía más de 40 años. Antes no podía: “tenía cuatro hijos y debía criarlos sin un marido, era vivir o escribir”.
Toda su obra se ve atravesada por un sistema que la violentó y que ella conoce por sus vivencias y por su postura crítica. Habla desde su propia historia, aunque la combina con ficción. La Deseada, está llena de secretos familiares. Aparecen tres generaciones de mujeres entre Guadalupe, París y Estados Unidos. El Evangelio del Nuevo Mundo fue su última obra. Decía que “un colonizado jamás puede ser enteramente libre del país colonizador”. Aunque fue independentista, decía que la independencia es un mito y que el mundo era cada vez más interdependiente. “La independencia es un mito. Yo moriré como alguien que cree en el mito, pero que reconoce que quizás soñó”.
El reconocimiento oficial le llegó tarde. Emmanuel Macron le otorgó en 2020 la Gran Cruz de la Orden Nacional del Mérito de la República francesa. En ese momento dijo sobre ella: “Me conmueven los combates que ha librado y sobre todo esta especie de fiebre que la empuja, esta indisciplina, esta desubicación permanente”.
La desubicación se refería a las dificultades que tuvo para encontrar su identidad. Maryse no sabía que el color de piel generaba discriminación hasta que llegó a París a los 19 años. Cuando estuvo en Ghana en búsqueda de sus orígenes, la consideraban extranjera. En La vida sin maquillaje, escribió que África jamás la consideró su hija. “Una prima rarita como mucho”. Se sintió rechazada. No obstante, aprendió mucho ahí. Ella se vio siempre como una mujer fuerte, orgullosa de ser una persona distinta a la de los cánones tradicionales.
Le otorgaron el Premio Nobel “alternativo” en 2018. En las entrevistas que dio en sus últimos años dijo: “Vivir significa ser un poco infeliz y pelear todo el tiempo”.
Fue crítica de Francia. Llegó a declarar que ese país “seguía siendo racista, intolerante y estrecho de miras sobre el ser humano”.
El mejor homenaje que podemos rendirle es la lectura de su obra: más de una docena de libros, más de 30 ensayos y sus memorias. Profundas memorias que nos permiten penetrar a la cultura criolla africana y ver con el matiz de su mirada las secuelas de la esclavitud y el colonialismo en el Caribe.
Maryse batallaba con las traducciones de sus textos porque le cambiaban el sonido original. Decía “No olvidemos que todo escritor es también un músico, siempre preocupado por la armonía de sus textos”. Se decía que ella no escribía ni en francés ni en criollo, sino en Maryse Condé.
Descanse en paz una mujer enorme.