He participado en muchos foros sobre violencia contra las mujeres, pero ninguno tan fuerte y tan sentido como el de esta semana.

Compartí panel con Gulalai Hotak, una magistrada afgana que huyó asediada por los talibanes y hoy está refugiada en Madrid. Nos contó, de viva voz, sus últimas vivencias respecto de las cuales muestra su impotencia e incomprensión. Varias veces se preguntó incrédula: ¿Cómo puede estar sucediendo esto? ¿Cómo puede haber un retroceso tan drástico? ¿Cómo puede la mirada del mundo ser tan ajena? La queja de Gulalai no sólo fue en contra de los talibanes, sino también de los intereses de las grandes potencias. El relato fue sobrecogedor. Con la voz quebrada dijo: “Yo era una juez que se atrevió a juzgar a los hombres”.

Tocó después el turno de Asha Ismail, quien comenzó aclarando que el tema que iba a tocar siempre resulta incómodo. Ella rememora sucesos que se dieron hace casi medio siglo en una aldea de África. El relato, en primera persona, estremece. Ella nació en Kenia, en la frontera con Somalia y un día su madre le dijo que iban a viajar hacia la frontera con Etiopía porque había llegado un momento muy especial de su vida. Visitarían a su abuela y allí la purificarían. Asha pensó que se trataría de algo maravilloso. El primer recuerdo fue tener a su madre para ella sola, sin repartir su atención con los hermanos.

Al día siguiente de la llegada, la enviaron a comprar unas cuchillas. Aún ignoraba lo que le tenían preparado. Muy pronto empezó la interminable pesadilla en aquella casa de adobe, que recuerda centímetro a centímetro, en cuyo piso está enterrado su clítoris, junto a muchos otros. Asha detalló el dolor inconmensurable. Recuerda que hubo un momento en el que pensó que sería rescatada cuando apareció su abuelo, un hombre religioso que dijo: “esto ya no se hace”. Al escucharlo, ella comenzó a gritar más fuerte. La respuesta fue ponerle un trapo en la boca para ahogar el grito envuelto en llanto. Cortaron y cosieron como lo indicaba la usanza tradicional. Se quedó postrada, abatida, deshecha. Le decían que estaba sucediendo algo bueno, pero ella no lo alcanzaba a comprender. Sobrevivió al proceso como sus hermanas y muchas otras niñas. Pasaron algunos años y, siendo una adolescente, fue entregada como buena mercancía a un señor desconocido. Con el matrimonio prematuro “lícito” llegó más dolor. Contó cómo fue violada, cómo huyó y se encerró empleando todas sus fuerzas. Afuera, la gente cantaba y bailaba celebrando la entrega de una mujer pura.

Desafortunadamente, días después, notó que estaba embarazada. Lo primero fue desear que no fuera real. No quería ser madre y ¡menos de una niña! Cuando nació la criatura, juró que no le iba a suceder lo que le pasó a ella y que iba a dedicar su vida entera a tratar de evitar que otras niñas del mundo pasaran por lo mismo.

Hoy Asha es una importante activista que tiene como meta denunciar y combatir la mutilación genital femenina desde España, país al que emigró. Es una joven abuela que ha transformado la vida de muchas niñas con su asociación “Save a girl. Save a generation”.

Llegó al activismo por una vivencia personal que no quiere que se repita nunca más en ningún lugar del mundo y hacia allá encamina sus esfuerzos.

Esta semana me tocó conocer muy de cerca otras expresiones de la violencia. Parecen historias de otro planeta, pero no. Suceden aquí y ahora.

Comité CEDAW/ONU.
@leticia_bonifaz

 

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