La historia de Edgar es como la de muchos otros jóvenes que terminan cooptados por el crimen organizado. Muy jovencito entró a trabajar como ayudante en el taller mecánico de su cuñado. Lo peculiar del establecimiento es que funcionaba a puerta cerrada y hacía trabajos sólo a personas vinculadas con el narcotráfico. Su carácter afable hizo que se fuera ganando la confianza de algunos clientes y que fuera seleccionado como chofer de la esposa de alguno de los tipos que frecuentaban el lugar. Edgar comenzó a tener dinero y comodidades. Él provenía de una familia de clase media baja del centro de México. Su mamá había aprendido a sortear las dificultades cotidianas como una de 16 hermanos. Ahora le preocupaba el rumbo que había tomado su muchacho. Se fue acostumbrando a las visitas cortas, a los abrazos breves y a cada despedida que podía ser la última. Ella sabía que una vez que Edgar estuvo dentro, no iba a ser fácil que un día dejara de ser parte de ese muy bien aceitado entramado. La señora se limitaba a darle su bendición. Sabía que cualquier día alguien llegaría a su casa o le llamaría para darle malas noticias. Y el temido momento llegó hace un mes. A Edgar lo hirieron en la cabeza con una bala que no iba dirigida a él, pero que quedó alojada en su cerebro. En los días de agonía, su madre no se separó de él ni un segundo y, después del deceso, conmovida le agradeció a su Dios que le permitió cerrarle los ojos, velarlo, darle sepultura. Ella sabía que esto era un privilegio que muchas otras madres no pueden tener. Se sentía, con todo, afortunada. El corto ciclo de vida de su hijo se cerró y ella quedó -en lo que cabe- tranquila después de vivir en un continuo sobresalto y desasosiego.
Esto pasó días antes de que conociéramos el horror de Teuchitlán y que empezáramos a escuchar testimonios de otro tipo de cooptación de jóvenes, con engaños a partir de falsos ofrecimientos de trabajo. Cuando mueres, hablan de tus restos, de lo que quedó de ti, y en Teuchitlán hay rastros, pero pocos restos. Las imágenes de las mochilas, las playeras, pantalones y los zapatos encontrados son la esperanza de muchas familias que podrían terminar pronto con la incertidumbre. Cada madre, cada hermana, recuerda la ropa que llevaba su ser querido el último día que la persona desaparecida estuvo con ellas. La imagen está grabada en la mente de manera indeleble. Un rastro, por mínimo que sea, es suficiente para que se renueve la fe y, con ello, la posibilidad de encontrarlos, de saber de ellos y de cerrar la angustiante, desesperada e incansable búsqueda.
La mamá de Edgar vivió su angustia y su dolor casi en solitario. Las mujeres buscadoras, en cambio, iniciado el proceso, van encontrando acompañamiento y construyendo la fuerza colectiva. Forman una resistente red que comparte la esperanza y la desesperanza. Se dan entre sí ánimos y consuelo. Cada hallazgo, por mínimo que sea, es una razón para continuar luchando. La búsqueda es una razón de vida. Con las 1,300 prendas catalogadas en Teuchitlán por la fiscalía de Jalisco, algunas familias están hoy más cerca de cerrar su duelo, pero hasta en tanto no encuentren evidencias contundentes, siguen imaginando vivas a las personas desaparecidas con el anhelo de que algún día vuelvan a encontrarse, a abrazarse, a llenarse de besos o que finalmente logren, vivos y muertos, en un sueño eterno, descansar en paz.
Catedrática de la UNAM
@leticia_bonifaz