Podría pensarse que se exagera cuando se habla de violencia epistémica, pero ¿cómo denominar al proceso de aniquilación del conocimiento de lo diferente ¿De aquello que se excluyó por no ser parte o no tener referentes en el llamado mundo occidental? Civilizados e incivilizados. Los libros de historia universal son, normalmente, historia de Europa. Ya en 1918, nuestra gran Hermila Galindo se preguntaba por qué en América Latina conocíamos más de Francia que de Perú o Argentina. Y, en efecto, la conquista intentó borrar otros saberes, otros conocimientos, cosmovisiones, vivencias, formas de ser y estar. Hubo una dominación que intentó la sustitución violenta de lo que aquí había por lo nuevo, de lo anterior por lo impuesto. Digo intento porque, como sabemos, 530 años después de la llegada de Colón, hay formas de ser que permanecen vivas y culturas que se negaron a morir.

En la arquitectura hay evidencia de lo español sobre la indígena; hay memoria visible en el centro histórico de la capital mexicana y en muchos lugares de Mesoamérica. En algunos puntos de nuestro país (Veracruz, Tabasco, Chiapas, Campeche, Quintana Roo, Yucatán) o de Guatemala y Honduras, fue la selva la que durante siglos resguardó los vestigios hasta que las construcciones emergieron majestuosas y rompieron el silencio. ¡Era mucho lo que nos tenían que decir!

¿Cómo describir los hallazgos? Al inicio, con los parámetros occidentales. ¿Con cuáles si no? Poco a poco se intentó entender e interpretar de otro modo, desde otro lugar, desde otra mirada.

Fue en 1959 cuando León Portilla con la Visión de los Vencidos narró la historia desde el otro lado, para contrastarla con la que Bernal Díaz del Castillo llamó “verdadera”. Lo contado por los conquistadores era la verdad, su verdad, la que se quedaba para ser contada y recontada. Los códices e inscripciones ayudaron a encontrar otra narrativa que dio pie a nuevas interpretaciones. Y en medio de todo ello, a 530 años de la llegada de Colón y a 501 años de la caída de Tenochtitlán, es importante el rescate de la vilipendiada figura de la Malinche, porque también sobre ella ha prevalecido durante siglos una sola visión: la de la traidora. Su nombre condujo a acuñar el concepto malinchismo como “la actitud que muestra apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio”. Es el antónimo de la palabra de origen francés chauvinismo “exaltación desmesurada de lo nacional frente a lo extranjero”. Y extranjero está emparentado etimológicamente con extraño, el extraño enemigo de nuestro himno nacional.

Malintzin para los originarios, la malinche para los mestizos, Doña Marina para los españoles, se encontró con aquellos extraños a los que hubo que entender. Ella conocía a los otros, tanto a los de Veracruz como a los de Tabasco. Ella había sido vendida; perdido su condición de doncella. Llegaron los otros y también la usaron, pero por su inteligencia jugó un rol distinto al de esclava. Su papel no fue solo de intérprete. Los Códices la muestran fuerte y, en ocasiones, con un rango mayor al de Cortés. Vale la pena revisar el libro que coordinó Margo Glantz sobre La Malinche, sus padres y sus hijos y contrastarlo con la visión de Octavio Paz, la que lleva el estigma y cargamos los mexicanos sobre nuestras espaldas. Vale la pena revisar sucesos que ameritan ser contados desde otra perspectiva, aunque nos hayamos tardado más de 500 años en hacerlo.

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Catedrática de la UNAM.
@leticia_bonifaz