Esta semana, Sex and the City cumplió 27 años. Muchas de nosotras seguimos riéndonos —o sufriendo— con la eterna pregunta: ¿Big o Aidan? Carrie, la migajera mayor, la reina de las decisiones cuestionables. Pero, ¿y si les dijera que incluso Carrie tuvo más margen de maniobra en su vida amorosa que nosotras el domingo pasado en la elección judicial?

Piénsenlo. Al menos ella pudo elegir entre dos hombres. Nosotras ni siquiera supimos con certeza quiénes estaban detrás de los famosos acordeones que circularon durante la jornada electoral. ¿Quién los mandó imprimir? ¿Qué fuerza política los promovió? Como los militares en el Alicia la semana pasada: omnipresentes, sin rostro, sin responsabilidad.

En este país, las decisiones parecen tomarse mucho antes de que lleguemos a las urnas. Pero nadie da explicaciones. Ninguna autoridad da la cara. Por eso, a las tres, cinco o diez personas que lean esta columna, quiero preguntarles: ¿fueron a votar? Si lo hicieron, ¿sintieron que fue un acto libre? ¿Creen en la elección que tuvimos?

A veces siento que vivo como Carrie: en la negación. Me cuesta aceptar que alguien —Noroña, Morena o incluso la propia Presidenta— crea genuinamente en esta reforma. Me cuesta aún más creer que crean que será para bien. Pero me parece más perverso imaginar que sí saben lo que hacen, y que lo hacen simplemente por conveniencia.

La conversación no puede reducirse a si un ministro usa toga o no. Hay temas mucho más graves en el tintero con este “nuevo Poder Judicial”. Por ejemplo, los señalamientos que pesan sobre algunas de las personas electas: encubrimiento de tortura, agresiones sexuales. ¿De verdad eso no nos preocupa más que su vestimenta?

Y fuera de la cúpula, en el terreno real, ¿qué pasará con los juicios penales en curso durante este proceso de cambio de juzgadores? ¿Se repondrán? ¿Serán nulos? ¿Cuánto más se retrasará la justicia para las personas privadas de la libertad? ¿Las fiscalías dejarán de tener esperando más de siete horas a las víctimas porque ahora “el pueblo bueno” “eligió”? ¿El policía de investigación hará un trabajo más riguroso porque ahora habrá una “ministra del pueblo”?

Nada de eso cambiará por decreto ni por voto popular. La justicia penal seguirá igual: racista, clasista, misógina y violenta. Y decirlo no te hace facho, conservador, oligarca o racista.

Ser mujer, o parte de una población históricamente oprimida, no nos exime de crítica. No basta con pelear por símbolos —una toga, “haber sido designada por AMLO”, una reforma— si no estamos dispuestas a mirar de frente los problemas que se avecinan. Seguir esa lógica es hacernos más daño que Carrie regresando una y otra vez con Big.

La elección judicial es el síntoma más reciente de una crisis más profunda: la del derecho mismo como promesa de justicia. ¿Cómo confiar en un sistema que se reproduce a través de la simulación? ¿Cómo seguir creyendo en un marco institucional donde no decidimos nada?

Mientras aquí nos debatimos entre elecciones simuladas y cambios cosméticos, tenemos el más grande ejemplo de la falla de las normas jurídicas: Gaza se consuma un genocidio a plena luz del día. Y los tratados internacionales, las cortes, las denuncias, las resoluciones, simplemente... no importan. El exterminio sigue. Las violaciones de derechos humanos ocurren todos los días y el derecho, ese al que nos aferramos, simplemente no responde.

Entonces, ¿cuál es el futuro del derecho? ¿Cómo seguir viviendo bajo reglas inexistentes o reglas que todos pasan por alto?

Tal vez no tengo la respuesta. Tal vez solo estoy preguntando, como Carrie, escribiendo en una columna, tratando de entender por qué seguimos confiando en un sistema que hace tiempo dejó de confiar —y sobre todo brindarnos justicia— en nosotras.

Leslie Jiménez

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