A veces sorprende la manera en que las noticias circulan en los medios y se replican en redes sociales. En este país, las agendas informativas parecen responder a una lógica cíclica, donde ciertos temas emergen y desaparecen según convenga. Apenas hemos pasado el 8 de marzo y, como cada año, se desplegaron una serie de eventos gubernamentales y esfuerzos entre comillas para hablar sobre la violencia contra las mujeres, mientras se intenta reducir la protesta legítima de la marcha a una simple efeméride.

Esta semana, la atención ha girado en torno a la Suprema Corte de Justicia, con una nueva disputa entre las personas ministras. Es una más de las tantas luchas internas que ya conocemos, con bandos predecibles y una narrativa que se repite en cada crisis institucional. En este contexto, surgen los “influencers jurídicos”, un intento desesperado de algunas figuras del Poder Judicial por posicionarse antes de la elección judicial. También hay quienes, ya alineados con ciertos sectores del poder, aprovechan el momento para ganar protagonismo en redes.

Pero, entre toda esta vorágine mediática, hay historias que apenas logran colarse en el debate público. Algunas personas han politizado la noticia del crematorio clandestino descubierto en Jalisco, mientras que otras, desde su privilegio, eligen ignorarla. Lo más doloroso no es la instrumentalización de la tragedia, sino la certeza de que, sin importar quién esté en el poder, las familias en este país llevan décadas sumidas en un mar de muertos y de dolor, luchando por ser escuchadas.

Desde 2006, con el aumento de la violencia, el número de desapariciones se ha disparado. A pesar de que existe un Sistema Nacional de Búsqueda sustentado en una ley general—producto del incansable trabajo de familias y colectivos—, en pleno 2025 este sistema sigue sin garantizar certeza ni un acompañamiento real a las víctimas.

Y es que la impunidad en México es absoluta. De acuerdo al informe de Impunidad Cero “Impunidad en Delitos de Desaparición en México” de 2022, el país enfrenta un nivel de impunidad del 99% en los delitos de desaparición de personas. Entre 2006 y 2022, el fuero federal ha acumulado una impunidad del 98% en desaparición forzada y del 100% en desaparición cometida por particulares. En otras palabras, en México, desaparecer a alguien es casi una garantía de que no habrá consecuencias.

A esto se suma que, a casi diez años de su promulgación, la Ley General en Materia de Desaparición de Personas sigue sin ser plenamente implementada. Las brechas en su aplicación han permitido que la persecución y sanción de estos delitos sean prácticamente inexistentes. Entre 2019 y 2022 se registraron 35,669 desapariciones, pero en ese mismo periodo, los poderes judiciales locales solo reportaron 141 sentencias condenatorias por desaparición forzada o cometida por particulares. La desproporción es insultante: decenas de miles de desapariciones y apenas un puñado de condenas.

Como si no bastara, la falta de transparencia en el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) complica aún más la comprensión de la magnitud del problema. Existen discrepancias entre los informes estatales y el tablero público, así como inconsistencias en la sistematización de fosas clandestinas, lo que hace evidente la urgencia de mayor claridad y acceso a la información.

Pero lo cierto es que, cada día, madres, padres y colectivos escarban con sus propias manos en terrenos baldíos, fosas clandestinas y crematorios en busca de sus seres queridos.

El problema de las desapariciones en México ya no solo es una crisis humanitaria; es un fenómeno que se ha convertido en moneda de cambio política. Desde el caso Radilla—que llevó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos a condenar al Estado mexicano en 2009—hasta la creación del actual sistema de búsqueda, la historia ha sido la misma: las familias han sido las protagonistas incómodas de un problema que el gobierno prefiere administrar antes que resolver.

El Estado no busca. No cuida. No resuelve. Es un Estado indolente, superado, ausente.

Me gustaría pensar que esto puede cambiar, pero la realidad es que las desapariciones ya no solo son un problema de violencia, sino un síntoma de la descomposición política y social de México. La diferencia entre quienes buscan y quienes gobiernan es clara: las familias no tienen otra opción. El Estado, en cambio, ha elegido no hacerlo.

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