Se acerca otro 8 de marzo, otra marcha feminista, otro mar de telas moradas y verdes. Lo mismo de siempre. Las calles llenas de gritos, los foros repletos de discursos repetidos, las mujeres en la política desempolvando sus pañuelos morados—los mismos que olvidan el resto del año—, las empresas sumándose a la causa con campañas vacías, la canción de Vivir Quintana sonando todo el santo día.

Y no es que la indignación se haya apagado. Es que el ciclo parece infinito: marchamos, denunciamos, nos organizamos, y al día siguiente el mundo sigue funcionando igual. La violencia no cede, las instituciones no cambian, las políticas públicas siguen sin entender la complejidad de las violencias que enfrentamos. No sorprende que muchas ya no encuentren sentido en salir a las calles o en sumarse a un movimiento que, aunque masivo, sigue sin cuestionar lo suficiente sus propios límites.

Porque, ¿a quién está incluyendo realmente esta lucha? Tanto las marchas como los foros y las políticas públicas parecen pensadas para cierto tipo de mujeres: las que encajan en un ideal aceptable de víctima o de sujeto político. Pero, ¿qué pasa con las mujeres privadas de libertad, con las que tienen familiares en prisión, con las trabajadoras sexuales, con las mujeres trans, con las que sostienen redes de cuidado en los márgenes del sistema? No se piensa en ellas. Se legisla sobre violencia sin atender sus contextos, se habla de justicia sin reconocer que la justicia para muchas es solo un castigo más.

La reforma judicial es un reflejo de esta exclusión. No solo no incluyó a todas las mujeres, sino que profundizó desigualdades. La figura de los jueces sin rostro es un retroceso grave: no solo perpetúa la revictimización y la falta de transparencia, sino que agrava la desigualdad en el acceso a la justicia.

Otro punto crítico es la prisión preventiva oficiosa. No se pensó en los delitos que afectan de manera desproporcionada a las mujeres. Por ejemplo, el robo a casa habitación, que impacta a trabajadoras del hogar y mujeres en situación de vulnerabilidad, quedó fuera de la discusión. Se legisló desde una mirada generalista que no tomó en cuenta cómo la inseguridad y la violencia afectan de manera distinta a distintos sectores de la población.

Y mientras tanto, seguimos viendo cómo el sistema de justicia penal castiga más el contexto que el delito. Lo vimos en el caso de Tultitlán, donde una mujer fue juzgada sin considerar su entorno ni las condiciones estructurales que la llevaron a su situación. Lo vemos en mujeres en prisión, criminalizadas por haber nacido en pobreza, por haber sobrevivido a la violencia.

Las políticas de género han apostado más por la criminalización que por la transformación. Se han acumulado leyes con nombres de víctimas sin que estas leyes resuelvan las causas estructurales de la violencia. El derecho penal ha sido la única respuesta del Estado, pero no basta con castigar. Urge hacer un alto al punitivismo. Estamos abriendo una puerta que ya hemos visto que es difícil de cerrar. No todas las violencias deben ser criminalizadas y no toda criminalización protege a las mujeres. El derecho penal debe ser un recurso de mínima intervención, no un mecanismo automático para resolver problemas sociales.

A las mujeres que saldrán a marchar este 8 de marzo, les hago una invitación: reflexionemos más allá del acto simbólico. No basta con llenar las calles una vez al año si no somos capaces de cuestionar los límites de nuestra lucha. La polarización ha fragmentado el movimiento, y la exclusión de ciertos grupos ha debilitado su potencial transformador. No podemos hablar de sororidad mientras ignoramos a las mujeres trans, a las trabajadoras sexuales, a las mujeres criminalizadas. No podemos hablar de justicia sin preguntarnos qué tipo de justicia estamos construyendo y para quién.

No basta con la representatividad en los espacios de poder. Necesitamos que quienes los ocupan trabajen para que sean accesibles y justos para todas. También debemos abandonar el optimismo vacío que nos hace creer que con discursos bienintencionados basta para cambiar la realidad. Existen mecanismos reales para transformar la manera en que vivimos, pero necesitamos voluntad política para aplicarlos.

Parafraseando a Angela Davis: la justicia es el derecho de todas a florecer. Y ese es el verdadero reto de nuestra lucha.

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