El viernes pasado se llevó a cabo la primera marcha contra la gentrificación en México, justo en la zona más gentrificada del país: la Roma-Condesa. Como era de esperarse, los medios tradicionales se limitaron a cubrir el “beneficioso caos” y algunos opinólogos volvieron a repetir el discurso de lo “positivo” que puede ser gentrificar: que si las calles están más limpias, que si ahora hay cafés de 80 pesos y zonas más “seguras”. Mientras tanto, en redes sociales estallaban debates sobre vivienda, clase y café. ¿Gracias a ese matcha latte tradicional,nos quedaremos sin hogar?
Lo cierto es que la conversación pública sobre gentrificación suele quedarse en la superficie: rentas que se disparan, nuevos edificios que sustituyen vecindades, tiendas orgánicas donde antes había tortillerías. Pero hay una dimensión que casi nunca se discute: cómo este proceso también reconfigura el sistema penal. Las fiscalías, la policía, las cárceles e incluso los centros de justicia para mujeres no están al margen del reordenamiento urbano. Al contrario: lo acompañan, lo legitiman y, muchas veces, lo profundizan.
La gentrificación no solo expulsa a personas de sus casas; también las excluye del acceso a la justicia. A medida que ciertas colonias se vuelven “zonas de valor”, se modernizan las instalaciones de las fiscalías locales y se digitalizan servicios. Estas oficinas atienden con rapidez a las nuevas poblaciones, pero ignoran las violencias estructurales que enfrentan quienes han sido desplazados. En contraste, las fiscalías en zonas no aburguesadas siguen saturadas, mal equipadas o simplemente ausentes.
Este reordenamiento territorial también modifica qué delitos se consideran prioritarios. En las zonas gentrificadas se destinan más recursos para investigar robos a propiedad privada, daños menores o denuncias vecinales por “ruido”. Mientras tanto, las carpetas por desaparición, violencia familiar o feminicidio siguen sin avanzar en las periferias urbanas. Así, la justicia deja de responder a la gravedad del daño y comienza a responder a la capacidad económica y mediática de quien denuncia.
La policía tampoco actúa distinto. En los barrios “revitalizados” hay rondines permanentes, cámaras de vigilancia, retenes, filtros, y una vigilancia selectiva que responde más a la estética del espacio que a la protección de la vida. Quien no encaja —vendedores ambulantes, personas racializadas, personas trans o en situación de calle— es criminalizado, removido o detenido. La seguridad se convierte así en un eufemismo del control social. No se trata de proteger a las personas, sino de asegurar que el capital fluya sin interrupciones.
Y si hablamos del castigo, también hay una geografía del encierro que revela las lógicas gentrificadoras. Las cárceles están lejos de las zonas con alto valor inmobiliario, pero llenas de personas provenientes de las colonias expulsadas. La cárcel se descentraliza… pero nunca deja de castigar a los mismos cuerpos.
Algo similar ocurre con los Centros de Justicia para las Mujeres. Aunque su propósito es noble, su ubicación —a menudo en las orillas de la ciudad— hace casi imposible que muchas víctimas puedan llegar si no cuentan con transporte, dinero o redes de apoyo. ¿Cómo garantizar acceso a la justicia si antes hay que cruzar toda la ciudad?
Aunque echemos a los gringos gentrificadores, el problema seguirá presente y persistente. Porque detrás de la gentrificación también están el clasismo y el racismo que sostienen no solo el sistema capitalista, sino también al derecho y las políticas criminales de este país. El problema no es solo quién llega, sino quién siempre ha sido desplazado, ignorado, criminalizado. Mientras eso no cambie, la justicia seguirá siendo una lucha de territorio y de derechos.
Todo esto nos obliga a una reflexión más profunda: la justicia también es territorial. Y cuando el territorio se reorganiza con base en el despojo y la especulación, el sistema penal se convierte en su brazo ejecutor. Fiscalías, policías y prisiones operan como una maquinaria que protege al capital, no a las personas. En la ciudad gentrificada, el acceso a la justicia se vuelve un privilegio, no un derecho.
Frente a esta realidad, urge repensar no solo dónde están las instituciones de justicia, sino a quiénes están sirviendo realmente. Porque una ciudad que expulsa y castiga a sus habitantes originarios mientras protege a quienes pueden pagar, no es una ciudad más segura: es una ciudad más injusta.