En días recientes, el Estado mexicano fue notificado de dos sentencias fundamentales por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Se trata de los casos de Ernestina Ascencio Rosario y Lilia Alejandra García Andrade. Dos historias distintas que, al leerse juntas, revelan una misma falla estructural: la incapacidad y muchas veces la falta de voluntad del Estado mexicano para investigar la violencia feminicida con verdad, diligencia y humanidad.

No se trata de errores aislados ni de simples deficiencias técnicas. Ambas sentencias exhiben un patrón persistente: instituciones que prefieren cerrar expedientes antes que incomodar al poder; autoridades que revictimizan, estigmatizan y abandonan; y un sistema de justicia que llega tarde, cuando el daño ya es irreparable.

Ernestina Ascencio Rosario era una mujer indígena náhuatl, monolingüe, de 73 años, habitante de la Sierra de Zongolica, Veracruz. Su edad, su género, su lengua y su origen indígena no fueron circunstancias accesorias: fueron elementos centrales en la forma en que sus derechos fueron vulnerados. Su muerte es uno de los ejemplos más brutales de cómo el Estado puede activar todo su aparato institucional para negar la violencia.

Desde el inicio, el caso fue despolitizado, patologizado y reducido a explicaciones médicas convenientes. Se construyó una versión oficial que clausuró la posibilidad de responsabilidad penal y canceló, de raíz, la búsqueda de la verdad. El mensaje fue inequívoco: no había responsables, no había delito, no había nada que investigar.

La sentencia de la Corte Interamericana desmonta esa narrativa. Señala la ausencia de una investigación seria, la falta absoluta de perspectiva intercultural y de género, y la manera en que la verdad fue sacrificada para proteger a instituciones armadas y a funcionarios públicos. En este caso, la impunidad no fue un accidente ni una omisión burocrática: fue una decisión política.

Por ello resulta hipócrita y profundamente molesto que ciertos sectores del oficialismo pretendan hoy utilizar esta sentencia para repartir culpas partidistas, cuando en el presente se ha reforzado la presencia del Ejército en las calles, se ha profundizado la militarización de la seguridad pública y se ha integrado en las filas del poder a funcionarios de administraciones anteriores. La militarización es grave, sin importar el color del partido que la impulse.

El caso de Lilia Alejandra García Andrade expone otro rostro de la misma violencia estructural. Lilia tenía 17 años. Era madre. Fue desaparecida y asesinada en Ciudad Juárez. Su feminicidio no solo refleja la violencia ejercida contra su cuerpo, sino la violencia institucional que vino después: investigaciones deficientes, dilaciones injustificadas y un sistema diseñado para desgastar a las familias hasta que abandonen la búsqueda de justicia.

La Corte IDH reconoce no solo la responsabilidad del Estado por el feminicidio, sino por la cadena de omisiones posteriores. En esta sentencia hay un mensaje profundamente político: el reconocimiento del derecho a la memoria, a la verdad y a la justicia de quienes sobreviven. El paso del tiempo no borra la responsabilidad estatal. La justicia tardía no repara; también hiere.

Esta sentencia, además, tiene un nombre propio: Norma Andrade. Madre de Lilia, abuela de sus hijos y defensora de derechos humanos frente a la omisión del Estado. La Corte IDH reconoció que Norma fue víctima de ataques precisamente por buscar justicia y que el Estado incumplió su obligación de protegerla. En México, defender derechos humanos, sobre todo cuando se trata de feminicidio, sigue siendo una actividad de alto riesgo.

El alcance de estas sentencias no es retórico ni simbólico, y tampoco debería quedarse en el terreno del discurso. El Estado mexicano tiene hoy en sus manos la posibilidad y la obligación de que estos fallos se traduzcan en un cambio real y no en una retórica de cumplimiento. Llegar al sistema interamericano no debería ser la regla para las mujeres que buscan justicia; debería ser la excepción. La regla tendría que ser contar con un sistema legal que funcione desde dentro, más allá de eufemismos políticos sobre “llegar a todas” o “proteger en tiempo”, y que sea capaz de responder con eficacia, dignidad y verdad.

La Corte IDH ha sido clara al fijar obligaciones concretas para el Estado mexicano: investigar con perspectiva de género, actuar con un deber reforzado ante la desaparición de mujeres, reconocer y proteger a quienes defienden derechos humanos y garantizar una protección efectiva para las hijas e hijos de víctimas de feminicidio. Estas obligaciones atraviesan el actuar cotidiano de fiscalías, jueces y juezas mediante el control de convencionalidad, el diseño de políticas públicas sobre orfandad por feminicidio y los protocolos de búsqueda institucional. Si estas sentencias no se traducen en transformaciones estructurales, el Estado no solo incumple con la Corte: incumple, una vez más, con las mujeres.

Conviene, además, recordarle al oficialismo que estas no son las únicas condenas internacionales que pesan sobre el Estado mexicano. La Corte IDH ya ha señalado en otros precedentes que figuras como la prisión preventiva oficiosa y el arraigo vulneran derechos fundamentales como la presunción de inocencia, la libertad personal y la igualdad ante la ley. No se trata de debates académicos ni de tecnicismos jurídicos: se trata de personas privadas de la libertad sin sentencia, de cuerpos castigados preventivamente por su condición social, económica o étnica.

Resulta profundamente contradictorio que desde el poder se invoquen sentencias internacionales de manera selectiva para señalar responsabilidades del pasado, mientras en el presente se refuerza el mismo andamiaje punitivo que el sistema interamericano ha condenado reiteradamente. La expansión de la prisión preventiva oficiosa, la normalización de la militarización de la seguridad pública no son herencias inevitables: son decisiones políticas actuales que reproducen exactamente las violaciones que hoy se dicen condenar.

La prisión preventiva oficiosa no deja de ser violatoria por estar en la Constitución. La militarización no se justifica por el cambio de discurso. Cuando el Estado insiste en estos mecanismos, reafirma un modelo que castiga antes de juzgar, controla antes de proteger y administra el dolor como política pública.

Las sentencias sobre Ernestina Ascencio y Lilia Alejandra García Andrade, como las resoluciones sobre prisión preventiva oficiosa y arraigo, no hablan del pasado. Hablan del presente. Hablan de un Estado que sigue sin investigar con diligencia, que sigue apostando por el castigo anticipado y que sigue colocando a las víctimas y a quienes las defienden en una posición de riesgo.

La justicia no debería doler. Ni tardar décadas. El Estado no debería olvidar jamás a las hijas e hijos de las víctimas de feminicidio, ni a las madres que sostienen la justicia con el cuerpo.

Porque cuando la justicia llega tarde, lo que queda no es solo una sentencia: es la confirmación de una deuda que sigue viva. Y mientras esa deuda no se salde, el Estado mexicano no solo seguirá violando derechos: seguirá normalizándolo.

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