La sentencia de Fofo Márquez logró, por un momento, desviar la conversación de la horrenda película Emilia Pérez y de la insaculación que se llevó a cabo esta semana, así como del drama en torno a la reforma judicial. Sin embargo, más allá del ruido mediático, este caso ha detonado reacciones encontradas que evidencian la compleja relación que tenemos con el sistema de justicia penal.
Por un lado, hay quienes celebran la sentencia como si fuera una victoria sin precedentes en un sistema judicial caracterizado por su ineficacia y corrupción. Por otro, están quienes la festejan, pero al mismo tiempo critican a quienes argumentaron en su momento que no se trataba de una tentativa de feminicidio. En este grupo, además, se ha llegado a equiparar de manera alarmante el análisis jurídico del delito con la defensa de la pedofilia, un paralelismo absurdo y falaz.
Sin embargo, lo preocupante es que estas discusiones siguen operando bajo la lógica de que el endurecimiento de penas es sinónimo de justicia, cuando en realidad esta sentencia demuestra la arbitrariedad con la que se está aplicando el derecho penal.
Aquí es donde es necesario recordar algo fundamental: el derecho penal justifica la violencia estatal a partir de la transgresión de normas previamente establecidas en los códigos y leyes especiales. En otras palabras, el Estado solo puede privar de la libertad a una persona cuando su conducta encaja exactamente en la descripción de un delito. Cuando permitimos que la aplicación de los tipos penales sea imprecisa o flexible, abrimos la puerta a un precedente peligroso: que la justicia se administre a conveniencia, según la (in)popularidad del acusado o la presión mediática del momento.
No se trata de defender a Fofo Márquez ni de argumentar que las personas agresoras no deban ser procesadas. Se trata de recordar que, incluso la peor persona, conserva derechos y garantías constitucionales. La correcta aplicación del derecho penal exige tipicidad: cada conducta debe encuadrarse exactamente en la descripción legal del delito. Si esto no ocurre, estamos ante una injusticia, independientemente de cuán detestable nos parezca la persona acusada.
El problema de fondo no es Fofo Márquez, sino lo que este caso pone en evidencia: ¿qué sucede con las personas en situación de vulnerabilidad que no cuentan con los mismos recursos, representación o visibilidad mediática? Si aceptamos que la justicia opere con base en criterios emocionales y populistas, estas personas serán las primeras en verse afectadas.
Además, la discusión ha pasado por alto un aspecto fundamental: la reparación del daño a la víctima. Más allá de la sentencia de prisión, ¿se garantizó una reparación integral? La reparación no solo implica una condena, sino también medidas económicas, simbólicas y estructurales que aseguren que la víctima no quede expuesta a nuevos daños ni en el olvido tras la sentencia. En este caso, la compensación económica es mínima en comparación con la violencia mediática y los ataques que la víctima ha enfrentado.
Algunos ven en esta sentencia una victoria, pero la realidad es que las víctimas de feminicidio y violencia de género en México siguen enfrentando un sistema inoperante: en 2021solo 27% de las muertes violentas de mujeres fueron investigadas. Las fiscalías tienen un déficit estructural, los protocolos son deficientes y la capacitación en perspectiva de género es prácticamente inexistente. Muchas formas de violencia feminicida aún no están tipificadas en los códigos penales, lo que deja enormes vacíos legales.
Hoy, algunos celebran que Fofo Márquez pasará años en prisión y hacen memes sobre que no podrá ver Emilia Pérez. Pero la pregunta central sigue sin respuesta: ¿qué va a pasar con los demás casos? ¿Vamos a permitir la aplicación arbitraria del derecho penal según la simpatía o antipatía que genere la persona imputada?
En este escenario, el derecho penal deja de ser un mecanismo de justicia para convertirse en un espectáculo donde la opinión pública dicta quién debe ser castigado. Lo que realmente se erosiona no es solo la imparcialidad del sistema, sino el propio estado de derecho.
La indignación colectiva frente a la impunidad es legítima, pero cuando la solución inmediata es exigir penas severas sin importar la correcta aplicación de la ley, estamos reforzando un sistema que ya ha demostrado ser ineficaz y profundamente desigual.
El derecho penal no es un mecanismo de venganza ni un instrumento para satisfacer el clamor popular. Su función es garantizar la seguridad jurídica y la proporcionalidad en la sanción de las conductas delictivas. Sin embargo, la narrativa en torno a este caso nos muestra que la justicia sigue siendo entendida como castigo antes que como reparación.
Esto es preocupante porque revela un problema estructural: la falta de confianza en el sistema de justicia. El 77% de los mexicanos considera, en distintos grados, que el esclarecimiento de los delitos depende de la capacidad de ejercer presión política o mediática.
Si el aparato judicial funcionara correctamente, no se vería la necesidad de presionar mediáticamente para que una sentencia parezca justa. Pero como la mayoría de los casos de violencia de género quedan impunes, cuando finalmente hay una condena, la reacción es celebrarla sin analizar si se ajusta a derecho.
Esta lógica deja en segundo plano las verdaderas deudas del Estado con las víctimas de violencia de género. ¿Por qué no se habla con la misma intensidad sobre el acceso a medidas de protección efectivas? ¿Por qué no se exige con la misma fuerza la mejora en los procesos de investigación y atención a víctimas? Mientras el enfoque siga siendo punitivo, los problemas estructurales permanecerán intactos.
Aquí es donde es necesario hacer una pausa y preguntar: ¿a quién beneficia este tipo de justicia? En un país donde las cárceles están llenas de personas en situación de pobreza, indígenas y mujeres criminalizadas por defenderse, el punitivismo solo fortalece un sistema que castiga con mayor dureza a quienes menos recursos tienen para defenderse.
Por eso, normalizar una interpretación laxa de la ley es un riesgo. Porque si hoy el sistema se utiliza para castigar a alguien que nos parece indeseable, mañana se puede usar con la misma discrecionalidad contra mujeres que abortan, personas defensoras de derechos humanos o cualquier otra figura incómoda para el poder.
La pregunta que sigue en el aire es: ¿realmente queremos construir un sistema de justicia basado en la indignación del momento, o queremos uno que garantice derechos sin importar quién sea la persona imputada?
La justicia mediatizada no es una victoria feminista ni un avance en la lucha contra la violencia de género. Es un recordatorio de que el derecho penal sigue siendo un arma de doble filo y que, si no lo cuestionamos, el filo puede volverse en nuestra contra.