En la era digital, el concepto de “funar” a una persona en redes sociales –exponerla públicamente para exigir justicia– se ha vuelto una práctica común. Muchas personas consideran que la viralización en Internet tiene un gran peso positivo en la búsqueda de justicia. Casos como el de Fofo Márquez o el movimiento #YoSíTeCreo han demostrado cómo la opinión pública puede determinar la culpabilidad de una persona incluso antes de que un tribunal emita un fallo.

El uso de redes sociales ha permitido que, en ciertos espacios, las víctimas encuentren canales alternativos para denunciar ante la falta de respuesta institucional. La impunidad y la corrupción han hecho que muchas mujeres, por ejemplo, recurran a lo digital como un refugio ante la ineficacia de las autoridades. Sin embargo, debemos preguntarnos hasta qué punto estos espacios digitales están construyendo una justicia efectiva o si, por el contrario, estamos cayendo en una dinámica de castigo irracional y desbordado.

El caso de Fofo Márquez ilustra esta problemática. Hace unos días, su hermano expresó en un video su preocupación por las “violencias digitales” que la familia ha enfrentado. Más allá del caso específico, lo relevante es notar cómo, antes de que un tribunal se pronuncie, ya existe un juicio social consolidado que dicta su culpabilidad.

Este fenómeno no sería particularmente alarmante si viviéramos en un país con un sistema judicial sólido, donde los jueces fueran seleccionados por méritos y carrera judicial. Sin embargo, ante la inminente reforma judicial que plantea la elección de jueces por voto popular, la justicia mexicana enfrenta un desafío sin precedentes. La popularidad y la presión mediática podrían convertirse en factores determinantes en la toma de decisiones judiciales, lo que compromete la imparcialidad y el debido proceso. Los jueces, en lugar de impartir justicia, podrían verse obligados a satisfacer las demandas de una opinión pública moldeada por tendencias digitales efímeras y, muchas veces, desinformadas.

Nuestra Constitución establece que no se puede imponer sanción sin un debido proceso ni por analogía o mayoría de razón. Sin embargo, en un contexto donde la justicia se rige por criterios de popularidad, estas garantías constitucionales corren el riesgo de desdibujarse. Los jueces penales no deciden sobre cuestiones menores; sus resoluciones afectan la libertad, la propiedad y la vida de las personas. Si su elección depende de la opinión pública, ¿hasta qué punto podrán tomar decisiones justas sin comprometer su futuro político?

Nos enfrentamos a una justicia mediatizada y condicionada por narrativas populares, donde el reto no solo es impartir justicia, sino también mantener una “carrera judicial” basada en promesas de campaña que, en su mayoría, serán incumplidas.

Es momento de cuestionarnos el uso que estamos dando a las redes sociales en la exigencia de justicia. Si bien han sido herramientas clave para visibilizar casos y generar presión social, también corremos el riesgo de caer en una especie de “santa inquisición digital”, donde se privilegia la punitividad por encima de la reparación del daño y la transformación social.

Hasta dónde estamos llevando una exigencia legítima de justicia frente a la inacción de las autoridades, y hasta qué punto estamos permitiendo que intereses personales, políticos o económicos manipulen la opinión pública en redes sociales. Hoy, la justicia ya no se litiga exclusivamente en los tribunales, sino también en espacios digitales que, lejos de fomentar una reflexión profunda, pueden convertirse en herramientas de linchamiento virtual.

La verdadera pregunta es: ¿estamos construyendo una justicia más accesible y eficaz, o estamos allanando el camino para una justicia superficial y populista?

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