El feminicidio de Valeria Márquez no solo estremeció por la brutalidad del hecho, sino por la rapidez con que su cuerpo fue puesto en circulación: memes que hacían apología a la violencia sexual, encabezados sensacionalistas y la difusión de sus fotos en bikini. Todo eso antes de que siquiera se hablara de justicia. Valeria no fue solo víctima de un feminicidio: fue también víctima de un sistema mediático y jurídico que volvió a violentarla, esta vez con el lente del morbo.
Valeria era joven, bonita, hegemónica. Y eso fue suficiente para que su feminicidio fuera consumido como contenido. La cobertura priorizó su cuerpo sobre su historia, responsabilizándola por sus “decisiones” y alimentando narrativas que justifican la violencia con base en la apariencia o la conducta de las mujeres.
Pero lo más alarmante no es solo la forma en que los medios y las redes sociales produjeron ese espectáculo, sino cómo el derecho se ha sumado a esa lógica. Lejos de reparar, de proteger, de nombrar con dignidad, el sistema de justicia replica los mismos gestos de deshumanización.
Y esto no es exclusivo del caso de Valeria. Semanas antes, el caso de Lupita, una joven con discapacidad, recorrió TikTok entre burlas, diagnósticos y comentarios misóginos. Fue invalidada por el tribunal de la opinión pública, donde su discapacidad sirvió como excusa para negarle agencia. En lugar de escucharla y acompañarla, el “análisis jurídico” se centró en que las mujeres como ella “no deberían ser madres y ser esterilizadas forzadamente”.
Lo que une a ambos casos es la forma en que el cuerpo de las mujeres se convierte en un escenario donde se representan violencias toleradas: violencia sexual, simbólica e institucional. En el caso de Valeria, su cuerpo se volvió mercancía visual. En el de Lupita, el cuerpo que no se ajusta a la norma se volvió objeto de duda, de infantilización, de tutela.
A ello se suma que ambas crecieron en un país atravesado por la violencia estructural, el crimen organizado y la normalización de la crueldad. Como lo advierte Rita Segato, la crueldad no es un exceso: es el mensaje. Y el mensaje transmitido por medios, redes, usuarios y operadores de justicia, es que los cuerpos de las mujeres están disponibles para ser juzgados, expuestos o descartados según su apariencia, funcionalidad o deseabilidad.
Otra forma de violencia que se ha vuelto común, y profundamente dañina, es el uso de teorías conspirativas para desacreditar a las víctimas. En el caso de Valeria, circularon especulaciones infundadas sobre su vida personal, relaciones o supuestos vínculos con el crimen organizado. Más que buscar justicia, estas narrativas buscan justificar su muerte. Sirven como mecanismos de revictimización, que no solo hieren su memoria, sino que siembran miedo y desconfianza entre quienes aún están vivas y podrían denunciar. Abonan a una cultura donde las mujeres internalizan que denunciar es inútil, riesgoso o incluso peligroso.
Como ha dicho Julia Monárrez Fragoso, los cuerpos de las mujeres se convierten en territorios de castigo. Pero hoy ese castigo ya no solo ocurre en la escena de los hechos: ocurre en internet, en los titulares, en los análisis jurídicos, en los videos “explicativos” de influencers, en los comentarios que acusan antes de entender.
La pregunta no es por qué el sistema falla. La pregunta es por qué sigue funcionando así: como una máquina que no solo permite la violencia, sino que la organiza, la encubre y la recicla en contenido viral.
Valeria no era una influencer. No era una imagen para portada. Era una joven con derechos, con historia, con futuro. Lupita no es una excepción. Es el reflejo de un sistema que sigue sin escuchar.
Urge una conversación crítica, no solo sobre la violencia feminicida, sino sobre la manera en que miramos, narramos y juzgamos los cuerpos de las mujeres. Urge que el derecho no solo reaccione, sino que se rehaga. Porque ninguna vida debería depender de cómo se ve tu cuerpo, ni de cuántos clics genera tu dolor.