En 2002, Juanes lanzó “A Dios le pido”, una canción que muchos calificaron como pop romántica. Pero había una frase que se me quedó grabada, aunque no la entendí del todo en su momento: “Que mi pueblo no derrame tanta sangre, y se levante mi gente a Dios le pido”. De niña no sabía a qué se refería. Hoy, esa frase resuena más que nunca. Aunque esta vez, no le pido a Dios, sino a Quetzalcóatl: le pido que haya justicia.

Esta semana inició lo que se ha llamado “el nuevo Poder Judicial”. Pero lo único realmente nuevo es el disfraz de la palabra “nuevo”. Porque los pactos de poder, silencio y violencia siguen ahí, intactos, camuflados entre discursos de purificación y rituales performativos.

Las críticas no se han hecho esperar. Desde la oposición política, sí, pero también desde dentro: de personas juzgadoras y personal de carrera judicial. Algunas son válidas; otras, abiertamente racistas. Y esas críticas —que niegan incluso los símbolos— dejan ver que, tras un año, todavía hay quienes no entienden por qué su carrera judicial fue interrumpida.

La ceremonia de entrega del bastón de mando desató indignación por “vulnerar el Estado laico”. Lo curioso es que muchas de las voces que protestan hoy, guardaban silencio cada diciembre cuando en los juzgados del Poder Judicial Federal se montaban nacimientos y árboles de Navidad. El problema real no es el bastón, sino la instrumentalización de los pueblos indígenas y su exotización para legitimar proyectos políticos.

También es cierto: los nombramientos clave en el órgano de administración judicial siguen concentrados en hombres. Pero tener mujeres en el poder no garantiza que el poder sea feminista, ni libre de violencia. Ya hemos aprendido que hay mujeres que respaldan violentadores, que reproducen la violencia, que pactan con el patriarcado. Ser mujer no equivale a defender a las mujeres. Y ejemplos, vaya que sobran.

El “viejo” Poder Judicial no era mejor que este. Ambos se han sostenido —y siguen sosteniéndose— por quienes detentan el poder, no por quienes buscan justicia. Hoy solo cambió el centro de gravedad: el poder se trasladó a otras manos, pero la lógica sigue intacta.

Y aunque quisiéramos ser ingenuas, aunque deseáramos creer que una Corte itinerante, mujeres indígenas en tribuna o sesiones diarias traen por sí mismas el cambio, la justicia no vendrá de símbolos aislados mientras el resto del sistema permanezca igual.

Mientras la fiscalía no sirva, mientras el nuevo juez de lo familiar reproduzca la misma violencia que el anterior, mientras las policías sigan siendo agentes de revictimización, la impunidad seguirá siendo esa incógnita de la ecuación que nadie quiere despejar.

Lo simbólico importa, pero no es suficiente. Lo político debe ir más allá de la imagen y de los discursos que se ensayan para la foto.

Urge dejar de hablar de justicia desde el fetiche de la pureza, y empezar a construir un sistema que sí escuche, repare y proteja. Que no excluya por el color de piel, el lugar de origen o la clase social. Que no expulse a quien incomoda ni premie a quien reproduce violencias.

Hoy, como en esa canción, exigimos en nombre de la memoria, la dignidad y la justicia que nos debemos.

Y si es con Quetzalcóatl, ojalá esta vez haya justicia, haya dignidad, y haya verdad.

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