Tres elementos destacan de la salida de Alfonso Romo de la jefatura de la Oficina del Presidente.
El primero es la cortesía política y personal con la que Romo se separa de su cargo. El Presidente ha insistido en que más que el cargo, importa el encargo; aunque es poco creíble que fuera del Gabinete pueda influir, no es inútil mandar el mensaje de que cuando se ofrezca estará allí. El servicio que Romo le prestó a la 4T fue inestimable. Durante la campaña del 2018, su presencia consiguió diluir los temores que muchos grupos económicos tenían sobre un eventual triunfo de López Obrador. La idea de que un personaje como Romo podía contener los propósitos radicales de algunos de los miembros del Gabinete y el estatismo, cada vez menos disimulado, del Presidente, fueron un activo importante. Es verdad que no pudo contener ni unos ni otros, pero cumplió la función que las tarjetas de crédito cumplen en un viaje: darte la relativa tranquilidad para que, en caso de un imprevisto, tengas crédito disponible.
El segundo es que fue una voz importante para señalar la deriva apasionada que la 4T ha tomado. Dos declaraciones relevantes marcaron su paso por la oficina: A) Si no hay crecimiento no hay cuarta transformación y B) Estamos gobernando como si el país creciera al 9%. Las dijo cuando tenía valor decirlas, es decir, cuando desde el poder se mandó la señal de que no todo el Gabinete se ha agazapado en aplaudir todo lo que diga el presidente y su cada vez más embriagador optimismo. No debe ser fácil decir esas cosas entre incondicionales practicantes del servilismo de estos tiempos, que ha resultado más cremoso y almibarado que el inveterado culto presidencial inventado por el PRI.
El tercero es que su sombra seguirá proyectándose sobre el ejercicio del gobierno. El Presidente fue electo con una propuesta que incluía la visión mediadora de gente como Romo; un proyecto político redistributivo y justiciero, pero no enemigo de la inversión privada. Sin Romo en la oficina, el mandatario tendrá que ser mucho más cauto en las señales. Romo cumplía un efecto acolchonador que ahora está ausente, lo cual debería llevar a moderar el discurso presidencial. El gobierno es ahora como un coche sin defensas, debe cuidar que el impacto no dañe aún más la carrocería.
El Presidente puede decir lo que quiera sobre su desempeño, incluso usar su aparato propagandístico y sugerir que se han cubierto 97 de 100 compromisos y la sociedad también puede compenetrarse con ese arrebato negacionista; es innegable el aplauso de la mayoría. La política es así y las sociedades también, pero la economía no se pliega a entusiasmos apasionados. El 42% de los encuestados en el sondeo del gobierno están peor que el año pasado y aunque no los vean, los datos del Inegi sugieren una importante mortandad de empresas. Las promesas de inversión son inerciales, los que ya están se quedan y aprovechan su situación, pero no hay nuevos jugadores ni sectores innovadores moviendo la economía del país, en todo caso no con la escala que se requiere.
Los 30 puntos del PIB en inversión seguirán siendo el eterno pendiente de una adiministración que parece más hábil para generar pretextos y coartadas que satisfactores y resultados. Romo se los recordaba en las reuniones del Gabinete, ahora lo tendrá que hacer por WhatsApp.