Durante décadas asumimos que la transición democrática transitaría por la vía de la consolidación democrática y que México, poco a poco, fortalecería la división de poderes, profesionalizaría la burocracia y separaría funciones delicadas (derechos humanos, datos personales) de las tentaciones políticas, creando órganos autónomos. En términos más amplios se presumía que se establecería, por primera vez en la historia, el imperio de la ley.

A trompicones si se quiere, se suponía que un país de la OCDE, una economía integrada al mundo y una democracia pluralista seguiría por esa ruta. En los últimos años hemos visto, sin embargo, que la consolidación no es la única vía de prolongación de la transición, sino que ésta puede seguir por la vía de la autocratización (diferente de una restauración y por descontado de una consolidación). El significado de esta secuencia es que el régimen en vías de institucionalizar la democracia deja de hacerlo y activa un proceso de cambios institucionales para que desaparezcan los controles y los mecanismos de vigilancia sobre el Ejecutivo. En vez de profesionalizar la burocracia e instaurar el servicio civil, se alienta la partidización del aparato administrativo y ahora incluso del Poder Judicial. Por diseño somos ya una República híbrida en la que la presidenta ha colmado su aspiración hegemónica. No tiene más contrapesos que su conciencia, la diversidad de la 4T, la realidad, la CNTE y Trump. Formalmente tiene, además de la jefatura del Estado, la de las fuerzas armadas; es la cabeza de la administración pública, en legislación cuenta con capacidad de propuesta y reforma constitucional casi automática y una Suprema Corte que baila al ritmo de su acordeón. Un híbrido, no una dictadura, pues todavía está abierta la libertad de expresión (amenazada, hay que decirlo) y la vía electoral, subutilizada por la oposición.

Colmadas las aspiraciones hegemónicas, la pregunta es si la concentración se puede convertir en orden, es decir, gobernabilidad funcional para dar el gran salto.

Los procesos de concentración de poder no son homogéneos. En el mundo actual se registra un retroceso democrático. En una revisión que Alejandra Armesto ha hecho de la bibliografía detecta que en este siglo el 70% de los casos de autocratización fueron generados por líderes electos que minaron, de manera incremental, las instituciones democráticas. En América Latina tenemos varios casos con resultados diferentes. En Venezuela y Nicaragua se produjo una concentración de poder a través de una sucesión de reformas (y estrechamiento de la vía electoral) para convertirse en autoritarismos represivos e ineficaces. El peor de los mundos. Hay otros, como El Salvador, donde la modificación de reglas para favorecer la concentración de poder ha sido legitimada por un buen desempeño en seguridad pública. En el caso de Bolivia tenemos una experiencia contrastante. Evo Morales modificó las reglas para permanecer en el poder y ampliar sus capacidades y terminó con una crisis institucional, pero no se canceló la vía electoral. Algo parecido ocurrió en Ecuador y Colombia.

Entre los casos más citados está el modelo chino que es concentración de poder político, una administración pública profesional y un buen desempeño económico. El turco también es interesante. Erdogan modernizó Turquía a partir de un proceso de autocratización. La presidenta CSP tiene más poder que nunca, pero es un gobierno sin fuerza suficiente para disuadir las arbitrariedades arancelarias del vecino. Tampoco tiene capacidades para imponer el orden y contener a huachicoleros y extorsionadores.

Filosófica y políticamente la concentración de poder es aberrante y en muchos sentidos insostenible. Pero, además, creo que en México será un pésimo negocio dar más poder al poder a cambio de un Estado partidizado e ineficiente. Una suerte de superfarmacia a lo bestia.

Analista. @leonardocurzio

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