Toda concentración de poder genera inquietud. El absolutismo provocaba dudas sobre las inclinaciones del príncipe. Los pueblos añoraban un reinado virtuoso y no un tirano. Monarcas regresivos e ignorantes sumieron a sus pueblos en siglos de oscuridad, mientras que déspotas ilustrados los modernizaron, promovieron la ciencia, la higiene y el urbanismo. Ya no vivimos en esos tiempos, pero la falta de equilibrio y contrapesos, que genera un gobierno con sobrerrepresentación, es una realidad en México. El espacio para la conversación pública está muy contaminado y hay que oxigenarlo con el principio: por el bien de todos, primero la verdad.
Un gobierno mayoritario tiene la legitimidad electoral para desplegar su programa, pero muchas cosas podrían mejorar si en lugar de imponer escuchara la voz de los expertos para hacer reformas y confeccionar políticas. Pienso en los diagnósticos que el gobierno ha descartado en materias tan variadas como la política de salud, la reforma de la justicia o en la electoral.
El discurso del gobierno está dominado por una complacencia basada en los sondeos y en una evaluación selectiva del su desempeño. Ha tenido éxito en varios campos y la presidenta tiene un amplio apoyo, según se desprende de los estudios demoscópicos. Las encuestas —debo decir— parecen copeteadas pues el apoyo es, sin duda, mayoritario, pero es contraintuitivo que estemos en niveles de unanimidad (75%). Se antoja que hay una mirada generosa que ayuda a que los números del desempeño sean altos, aunque otros, como el desempeño por temas y el rumbo del país, den cifras más bajas.
La presidenta ha tenido una estrategia de seguridad exitosa que ha abierto el camino para aterrizar una favorable visita de Rubio. Tiene una macroeconomía en vías de corregirse. Los mensajes de Hacienda, Relaciones Exteriores y Seguridad son positivos. Pero no hay manera de decir que vamos muy bien. El gobierno presiona la agenda pública y pide a sus críticos un balance equilibrado, pero actúa como un actor estridente y desmesurado. La inversión, por ejemplo, ha caído; la informalidad ha crecido; la infraestructura está descascarada. En vez de propiciar una autocrítica que posibilite la convergencia, la presidenta perfila un discurso de sometimiento, plantea clases de yoga o descarga metralla con ánimo avasallador y estigmatiza a quienes expresan dudas ¡¡¡¡¡empezando por la oposición!!!! Es tan insólito como si en un partido de futbol el campeón se quejara de que la porra del derrotado no celebró su arte.
La libertad de expresión, además, tiene mayores restricciones. Las legales han sido analizadas por la Academia Mexicana de la Comunicación en un libro reciente. Los riesgos de usar los tribunales y las instancias electorales para acallar críticos hoy los ejemplifican Loret de Mola y Héctor de Mauleón. Una República en la que los que hacen su trabajo periodístico son los perseguidos es una republiqueta y eso, perdón, es una invitación a someterse ante el poder. Si a eso agregamos la presión hegemónica de una presidenta que no acepta la crítica, ni aun cuando esté perfectamente fundada, vamos a una nueva era de pensamiento único. Si es eso lo que quieren van por buen camino, pero a la democracia se le defiende equilibrando al poder, no sometiéndose acríticamente a él. Si por el gobierno fuera todos deberíamos comulgar con ruedas de molino y tragarnos lo del país más democrático del mundo, el disparate de la reforma judicial y aceptar que las tasas de crecimiento son un éxito bendecido por chamanes y por el enorme amor que la Pachamama tiene a los buenos mexicanos. No, calladitos no nos vemos mejor.
Analista. @leonardocurzio