“No somos colonia”, ha dicho AMLO en por lo menos 25 ocasiones (datos de Luis Estrada) en sus programas matutinos. Hace unos días lo dijo refiriéndose al caso Vulcan/Calica, que por cierto heredará, como papa caliente, a su sucesora. En una de sus últimas mañaneras explicó: “No queríamos confrontación, les ofrecimos de 8 a 10 mil millones de pesos sin tomar en cuenta el daño que habían causado con la explotación de materiales y no hubo acuerdo por la soberbia de la empresa y los senadores de los Estados Unidos pensando que somos una colonia”.
La forma de argumentar es altiva, pues supone que la razón lo asiste (mi postura es la correcta y no entiendo por qué el otro no se pliega) y al mismo tiempo victimista (creen que soy de una estirpe menor, pues me tratan como colonia). Encaja bien con la forma en que Marcos definió el estilo personal de gobernar de AMLO, pero mejor aún con la arrogancia de las élites mexicanas que han ganado en el mundo un prestigio poco favorecedor. El argumento presidencial no considera que la empresa invierta en México porque es su interés legítimo y si no quiere vender es su derecho que debería poder defender en tribunales independientes (ahora amenazados por la Reforma Judicial). El argumento de la utilidad pública por servicios ambientales podría ser aceptable si no mediara un devastador Tren Maya, que el mismísimo Rey de Suecia (también maltratado por el orgullo novohispano) no quiso visitar por no quedar asociado con una tragedia ecológica. Si se hubiese presentado bien ante la opinión pública podría haber ganado aliados como un caso de rescate ambiental.
Tampoco se optó por un avalúo que convenciera a las partes. Se tiene que vender al precio que yo digo y si no lanzo toda la caballería patriótica en contra de una empresa americana. El gesto refleja el ser nacional que se expresa en formas “mirreyescas” entre los adinerados y despóticas entre los políticos. Se ha de hacer lo que yo digo porque lo digo yo.
El método funciona en México porque así somos. Los empresarios que invirtieron en el aeropuerto aceptaron sus condiciones y expresan su inconformidad en privado, en público son todo sonrisas; pero no todos lo hacen. Si en México ese comportamiento de las élites (o elitelore) funciona, no ocurre así en el resto del mundo.
Algo parecido ha ocurrido con el desaire a España porque el presidente se sintió agraviado. ¿Cómo se atreven estos españoles a no atender las “amables” y “razonables” peticiones de AMLO cuando se las pide de manera comedida y gentil? La respuesta del gobierno de Sánchez (que es el que conduce la política exterior, no el Rey), fue compacta y diáfana: no atender la petición en los términos que la proponía.
La respuesta nos retrata de cuerpo entero. Si no respondes como espero y no pides perdón, entre tú y yo hay bronca, porque aquí quien fija los términos de cuándo y cómo se piden disculpas soy yo. Si no se hace así, me hago la víctima y vuelvo a recurrir al “no somos colonia”. La lógica de tronar los dedos no funciona en las relaciones internacionales. Las peticiones de perdón tienen legitimidad cuando las formulan las poblaciones agraviadas, no el poderosísimo presidente de México desde el palacio virreinal medio milenio después.
México tiene derecho a defender sus recursos naturales y a luchar por una lectura de la historia incluyente que reconozca su enorme aportación al mundo, pero no a comportarse como un mirrey que gritonea y amaga para que las cosas se hagan cuando él dice.
Analista. @leonardocurzio