Todo pasa y todo queda, decía el poeta. Hoy el premio Nobel para María Corina Machado descoloca a un sector importante de la izquierda latinoamericana, que no ha sabido ubicar la grave crisis política que ha supuesto el chavismo.

La trayectoria de la sufrida Venezuela ha mostrado los dobleces de la cultura democrática en amplios sectores del llamado progresismo. Primero fue aceptado el chavismo como una expresión de renovación a una partidocracia exhausta que había hecho de la corrupción y las componendas, su modus vivendi. Resultó que los salvadores salieron peores que los verdugos. En vez de transformar Venezuela usaron la renta petrolera para asalariar a un sector de la población y comprar voluntades en el sistema interamericano. El comandante Chávez repartía apoyos y también una cuota de odio a millones de venezolanos que se radicalizaron hasta el extremo de matar la posibilidad de una convivencia pacífica. Millones de venezolanos salieron de su país, buscando mejores vidas, y mientras tanto, el régimen iba modificando progresivamente las leyes para apropiarse de las instituciones y convertirlas en un brazo partidista. Fueron ampliando el poder a través de leyes, como la habilitante, para dar más facultades a un Ejecutivo omnipotente que ha llevado al país a la ruina económica, política y moral.

Hoy el de Maduro es señalado de ser un régimen narcoterrorista y enfrenta una condena mundial por la crisis humanitaria que ha generado. El Nobel para María Corina Machado es un reconocimiento de la comunidad internacional, tan fuerte, como la repulsa que recibió Netanyahu en la última asamblea de la ONU. El régimen venezolano queda exhibido como uno de los más represivos y uno de los experimentos sociales más empobrecedores de la historia de América Latina, fecunda en, experimentos fallidos.

Los sucesivos gobiernos mexicanos no han sabido qué hacer con esa crisis. Fox confrontó a Chávez y eso se convirtió en un problema de política interna, pues tanto el PRI como el PRD denunciaban al panista por haber instrumentado una política exterior partidista. Calderón intentó convivir con él y no proseguir por la vía de la confrontación discursiva y política. Peña Nieto adoptó una estrategia hemisférica que en algún momento pareció prometedora, abriendo diálogos en distintas capitales latinoamericanas. La 4T sin embargo, decidió, por cálculo político o una simpatía telúrica con el régimen venezolano, mantener una prudente distancia, que validaba y legitimaba a Maduro. En el momento crucial, México se inhibió de tomar postura en tres grandes asuntos.

El primero es desarrollar una diplomacia preventiva que evitara el flujo de migrantes y refugiados de Venezuela a varios países de América Latina y sur de Europa. No logramos en ningún momento que el régimen de Caracas, con el que mantuvieron una relación funcional, redujera esa problemática que a la larga terminó afectándonos. Lo segundo es que el compromiso democrático de México quedó en entredicho cuando las actas de las últimas elecciones fueron la prueba manifiesta del fraude electoral. Lo que hizo México fue servir de legitimador al tirano. Algunas invitaciones protocolarias y también algún desplante, como el que tuvo López Obrador al no acudir a la Cumbre de las Américas en Los Ángeles (2022), claramente nos ubicó en una curiosa órbita de simpatía con esos países. La particularidad de México es que estamos integrados a Estados Unidos, pero parte del corazón de la izquierda sigue palpitando con esa retórica antiamericana. Curiosa paradoja.

El premio a Corina Machado exhibe esa contradicción. México debe refrendar que estamos en el campo democrático y que los derechos humanos son su prioridad. Esa prueba la izquierda mexicana todavía no la ha superado.

Analista. @leonardocurzio

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