Queda claro que a la izquierda le gusta más hablar de poder que de gobierno. No le agrada, en absoluto, la parte técnica. Se siente más cómoda en la valorativa. Pero la pobreza y la desigualdad, además de ser una atrocidad ética, son un problema técnico del cual se desentienden sistemáticamente. Decir que se quiere construir un estado de bienestar igualitario y fraterno es una aspiración para el político y un desafio técnico y financiero para el gobierno. No es lo mismo. No les gusta tampoco la democracia incremental, prefieren hablar de revolución. En un video propagandístico que Epigmenio Ibarra grabó en Palacio Nacional, el Presidente insiste en que estamos viviendo una revolución. ¡Vaya! En un país en el cual las avenidas y las plazas llevan ese nombre, la revolución ha perdido su carácter temible, forma parte del arsenal retórico de la clase dirigente desde que el PRI la adoptara como su lema.

La revolución en México cumple una función cero en el lenguaje político. El partido que monopolizó el poder en el siglo XX habló de la revolución institucionalizada y el que lo desafió, prefirió hablar de revolución democrática. Había incluso un auténtico (PARM) que resaltaba lo impúdico del término. Ahora, el gobierno de López Obrador ha pasado de la categoría de la transformación a la revolución porque —dice él— se van a cambiar las raíces de la forma de hacer política. El término es engañoso porque, como bien apunta Pierre Rosanvallon en su monumental historia intelectual y política, la revolución, como término, puede entenderse de tres maneras: la primera, como un acontecimiento imprevisible a múltiples actores que, diseminados, de pronto aparecen con la fuerza de una avalancha y se percatan de su propia fuerza. Tal vez 1968 encaje en esta definición pues abre el horizonte de lo que era pensable. Las revoluciones del este de Europa entran claramente dentro de esta categoría.

El término revolución habla también de ruptura, de una subversión calculada de las instituciones, de un cambio por la vía violenta de la forma en que se ejerce el poder. Es la revolución/estrategia que tiene sus vanguardias que elaboran planes y su jefe determina el curso de los acontecimientos porque él tiene el contacto con las masas. Finalmente está la revolución/civilización, aquella que rompe en profundidad los modos de organización y representación del mundo; es decir, aquella que tiene un impacto cultural y civilizatorio en nuestras vidas y que transforma para siempre la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos y con el gobierno.

No parece que la Cuarta Transformación tenga una propuesta cultural renovada. La capacidad transformadora de la elección del 2018 se va agotando con la acumulación de contradicciones que el gobierno acopia en su propio ejercicio. Ya no sabemos si lo que quiere es la concordia con el sector privado o la confrontación. En estos días ha dado todos los bandazos que un gobierno puede dar, golpeando a las empresas eléctricas y abanderando a ICA.

Lo que está claro es que, aunque se empeña en tener un lenguaje revolucionario, este gobierno carece de la energía intelectual para plantear una transformación civilizatoria. Ni sus textos fundacionales (el PND) ni su actuación lo sugieren. No es un gobierno que proponga nuevas ideas y cada vez que es desafiado intelectualmente prefiere refugiarse en la descalificación o en la conjura para eludir el debate. Mientras sus intelectuales no se atrevan a discutir que la economía moral, por ejemplo, es un texto al que se le ven las costuras y no posee muchos elementos innovadores, no hay material para formular un nuevo paradigma. El de AMLO es un estilo de gobierno diferente (que se agradece por su austeridad) pero no un cambio de paradigma.

Me temo que la revolución que plantea la 4T es la misma que el resto de los gobiernos que, salvo los dos de la derecha, todos enarbolaron la bandera de la Revolución para que todo siga igual, salvo el estilo personal de gobernar.

Analista político. @leonardocurzio

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