Ríos de tinta han corrido sobre el plan Michoacán. Es un plan realista acorde con el horizonte intelectual de nuestra élite pero, por esa misma razón, miope. Desplegar elementos federales es una obligación dada la correlación de fuerzas que hay en muchos municipios y atender las causas es razonable, es preceptivo.

No sorprende tampoco que se presente como extraordinario lo que debería ser el ejercicio normal del gobierno: imponer el orden en todo el territorio y promover el desarrollo. Pero en nuestro país, visto lo visto, todo, invariablemente, lo califican de “histórico”. A este paso apagar la luz será histórico.

El despliegue federal surtirá efecto, como lo ha surtido en otras latitudes, y el dinero será bien recibido, si es que es un nuevo monto. Pero si es un reempaquetado, los resultados serán los mismos, porque salvo los bobos, nadie aspiraría a tener resultados diferentes haciendo lo mismo.

La debilidad del plan estriba en la incapacidad del sistema político de reformarse. Las experiencias de Calderón y Peña nos indican que con el despliegue se puede contener la crisis y ganar espacio de gobernabilidad. Pero, a menos que la Federación decida estacionarse permanentemente en la entidad, creando un cuerpo de guardia rural o algo parecido, la idea de que los municipios van a desarrollar sus propias capacidades es de una ingenuidad digna de mejor causa.

Durante el gobierno de Peña Nieto se logró, con la intervención de Castillo y después del general Gurrola, desactivar las “autodefensas” y se trabajó en su desarme para integrar a buena parte de sus miembros a fuerzas policiales institucionalizadas. Durante un breve tiempo funciona, pero después se retiran los federales y entra el sistema político, que es la fuente de todos los males de este país, a descomponerlo todo.

Los alcaldes son el eslabón más débil de la cadena de gobierno. La democracia mexicana está basada en el reparto del botín; las campañas cuestan cada vez más dinero y dependen de apoyos cada vez menos confesables. La democracia mexicana está enferma de dinero. Lo sabemos desde hace muchos años, y eso propicia que los ayuntamientos sean más que una elección, una especie de subasta. Morena, que es la quinta esencia de todos los vicios del sistema político, lo refleja con claridad. Las elecciones se ganan con dinero y clientelas, y el gobierno se ejerce para satisfacer a esas clientelas y hacer negocios, como visiblemente lo acreditan sus opulentos senadores y gobernadores. El gobierno no sirve para edificar instituciones y darles continuidad. No hay alcalde que tenga incentivos para crear instituciones, a sabiendas de que el siguiente vendrá y lo cambiará todo. Usará el poder político institucional para su beneficio y por cambiar cambiarán hasta los colores del uniforme de los policías. Porque para ello es la política, es ese el breve espacio en el que están. No hay manera de que se desarrolle un modelo sustentable de seguridad sobre esas bases políticas. Michoacán es un ejemplo que hoy se muestra descarnado a la opinión pública nacional. Los esfuerzos no son despreciables, pero llenarán de vino nuevo a odres viejos. El sistema político actúa como célula cancerígena, se va comiendo las instituciones para repartir jirones entre sus leales. El día que logremos separar los servicios públicos de los premios políticos, podremos empezar a tener gobiernos locales que tengan un incentivo para hacer que las instituciones trabajen de forma profesional y así ir recuperando territorio.

Mientras esto no ocurra, seguiremos con planes de intervención federal, dejando la política local exactamente como estaba y tropezaremos una y otra vez con la misma piedra. No es de seres inteligentes esperar resultados diferentes haciendo lo mismo.

Analista. @leonardocurzio

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