Guadalajara ocupó, como suele suceder en esta época del año, un lugar protagónico en el debate literario e intelectual. La cantidad de mesas y presentaciones para discutir el tránsito de ida y vuelta de las ideas fue deslumbrante y enriquecedor. Sólo las de Medio Oriente no pudieron celebrarse por los ánimos desbordados. Pudimos escuchar a paleontólogos, musicólogos, poetas y literatos; algunos galardonados y otros principiantes disertar sobre lo humano y lo divino. A pesar de que el mundo editorial se concentra en pocas manos y buena parte de la confección y producción de libros, así como su distribución y promoción, está en manos de burocracias, es posible encontrar entre las novedades algo más que algún escritor artificialmente promocionado, de esos que escriben con una escolta de “negros” y ensayos poco cocidos y mal cosidos. De todo hay.

En el espacio de pensamiento se debatió una amplia gama de temas. Un par de mesas sobre Sartori, el gran politólogo italiano, que fue catalogado, por hombres tan doctos como Pasquino, Olstein y Alcántara, como uno de los politólogos más importantes del siglo XX y por tanto de la historia, pues la ciencia política tuvo su auge en ese siglo. Alcántara recordaba que hizo una encuesta informal entre más de 50 colegas sobre quién era el profesor más importante. Las medallas se las llevaron Dahl, Linz y Sartori. Cada uno fue valorando las prendas intelectuales del florentino. Lo hicieron de forma eficaz y docta. A mí me parece que de todos los legados sartorianos hay dos particularmente relevantes para entender el México de hoy.

El primero es su advertencia sobre el desprecio por la historia y la experiencia como alternativas a la experimentación. Las democracias deciden sin considerar la experiencia histórica. En muchos casos los previsibles efectos de una decisión son ignorados. A diferencia de lo que ocurre en otros campos del saber, donde la previsibilidad está acreditada y aceptada, en política todo se procesa como novedad. Por ejemplo, todos los médicos saben qué efectos tiene la penicilina, pero en política olvidamos los efectos que tiene la concentración de poder, por mencionar uno. Caminamos a rienda suelta hacia el fracaso porque nunca la concentración del poder en una persona terminará bien. La evidencia está, pero no hemos logrado que se transforme en conocimiento adquirido.

El segundo es la desarticulación entre fines y medios. “Problemas grandes, cerebros pequeños”, solía decir Sartori. A los políticos, en la época de la demagogia, les encanta hablar de fines y desentenderse de los medios. Ofrecen cobertura universal de salud o ingreso universal a la educación superior; prometen renta universal garantizada sin reparar en los medios humanos, financieros e institucionales para lograrlo. Para garantizar la consecución de fines se debe considerar que los medios sean suficientes y adecuados; compatibles con los fines y que además no sean contraproducentes. Hacer más eficiente el Poder Judicial y más cercano a la gente es un buen propósito que se intenta alcanzar por el medio electivo, sin pruebas y aún contra las pruebas. No hay ninguna experiencia humana que valide esta decisión, tampoco una opinión técnica fundamentada. Como me dijo Bonnassies en otro foro en el que se discutía la existencia de Dios, hay mucha diferencia entre fe y credulidad. La credulidad sigue siendo un nutriente fundamental de la vida política nacional, pues supone que vamos a conseguir ciertos fines (como elevar la tasa de crecimiento o mejorar el sistema educativo) sin entendernos de los medios necesarios para lograrlo. Es el imperio del voluntarismo y la credulidad; seguimos creyendo que las cosas se van a arreglar porque queremos. Puro pensamiento mágico.

Analista. @leonardocurzio

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