El principio y final de la atroz guerra rusa contra Ucrania es responsabilidad de un solo hombre: Vladimir Putin . Fue Putin quien, en su delirio, negó el derecho de los ucranianos a existir como país independiente y soberano, decretó como ilegítimo el régimen democrático de Volodymir Zelensky y decidió que el destino ucraniano debía ser la tortura bajo la artillería rusa.
Ahora, Ucrania trata de sobreponerse a un enemigo con mayor capacidad militar mientras el resto del planeta se pregunta hasta qué grado Putin es todavía un actor racional, sobre todo con el arsenal nuclear ruso a su disposición. ¿Hasta dónde llegará Putin? Ante la resistencia ucraniana, ¿optará por derruir el país entero como ocurrió en Siria y, en menor medida, en Chechenia? ¿Hay alguna manera de convencerlo de tomar otra salida, hacer un alto al fuego, parar la barbarie?
Hay voces expertas que avizoran una conclusión positiva para la crisis. Francis Fukuyama , por ejemplo, sugiere que Putin se acerca a una derrota militar mayúscula que lo debilitará dentro de Rusia y fortalecerá la batalla por la libertad y la democracia en el resto del mundo. Ojalá tenga razón. El problema, por ahora, no es tanto lo que ocurra en el campo de batalla en Ucrania sino lo que sucede dentro del círculo minúsculo que rodea (y determina) a Vladimir Putin.
A finales de la semana pasada, en una entrevista notable, Stephen Kotkin , eminente biógrafo de Stalin, ofreció una radiografía reveladora de lo que ha pasado con Putin. En los últimos años, explica Kotkin, Putin ha vivido obsesionado no con el buen gobierno de Rusia sino con la supervivencia de su proyecto personal. Se rodeó de sicofantes, parte de una “dictadura de policías y militares” y funcionarios mediocres, cuya única misión ha sido darle la razón, presentarle escenarios convenientes de la realidad rusa e internacional y mantenerlo contento. “No educan a la gente. No le proveen seguridad. No la alimentan”, explica Kotkin. La tarea principal de Putin y su círculo es maniobrar para garantizar la supervivencia del régimen. La consecuencia ha sido un vacío cada vez más evidente. “El régimen se volvió cada vez más corrupto, menos sofisticado e impopular”, dice Kotkin. “Eso es lo que pasa con las dictaduras”.
La respuesta de Putin ha sido la construcción de una narrativa de victimización. Dice Kotkin que Putin le cuenta a los rusos que le creen –que no son todos, pero son, tristemente, un alto porcentaje– la historia de un país con grandes aspiraciones, víctima de poderes oscuros y aviesos que conspiran, desde siempre, contra la grandeza potencial de Rusia. Asediada, perseguida, la Rusia de Putin no ha tenido más remedio que atacar. De ahí la demencial guerra contra Ucrania, que Putin aparentemente interpreta como la batalla definitiva entre la Rusia agraviada y el occidente depredador. Para un hombre que se ha convertido en un “empresario de la identidad”, como le ha llamado David Brooks, una derrota es inconcebible.
Esa, y no otra, parece ser la realidad que enfrenta el mundo: a merced de un hombre aislado, convencido de sus delirios de grandeza y la constante persecución en su contra, abrumado por su propia inseguridad ; rodeado solo de aplaudidores y empecinado en una narrativa de victimización para garantizar la larga vida de su régimen, cada vez más alejado de la realidad objetiva del país que gobierna.
Impredecible.
Y muy peligroso.