Estamos a seis meses de la elección presidencial en Estados Unidos. Si este fuera un año electoral como cualquier otro, demócratas y republicanos estarían planeando los últimos detalles de sus convenciones para nominar formalmente a sus candidatos, que estarían recorriendo el país de arriba abajo en mítines de miles de personas. Los tiempos comerciales en radio, televisión y redes sociales comenzarían a retacarse de anuncios alusivos a la campaña y la atención del electorado poco a poco se concentraría en las plataformas y las personalidades de los aspirantes rumbo a la serie de debates de finales del verano. La prensa especularía obsesivamente sobre la identidad del compañero de fórmula del candidato de la oposición y cada nueva encuesta ocuparía todos los programas nocturnos de debate.

            Este, sobra decirlo, no es un año electoral como cualquier otro. Aun así, y aunque la pandemia hace que un semestre parezca una década, la campaña por la presidencia estadounidense está muy cerca de comenzar formalmente, a pesar de que uno de los candidatos está recluido en su casa y otro está concentrado (es un decir) en la administración de la respuesta a la peor crisis económica y de salud pública en el último siglo.

            En esa lejana era antes del coronavirus, el resultado de la elección presidencial en Estados Unidos dependía de dos variables opuestas: la histórica impopularidad de Trump y la pujante economía del país. Hoy, después de la devastación de la pandemia, el primer factor se ha mantenido con claridad y el segundo se ha revertido de manera dramática. A diferencia de lo que ha ocurrido con otros presidentes en otros momentos de crisis, el electorado estadounidense no ha recompensado a Trump con un respaldo mayor. Todo lo contrario: aunque en un principio su popularidad aumentó levemente, Trump es hoy tan impopular como siempre, y en algunas encuestas todavía más. Por otro lado, la economía que Trump planeaba presumir como su mayor logro (no sin argumentos, por cierto) no existe más. Es difícil saber si existirá de nuevo en noviembre, pero es improbable. El golpe ha sido tan grande que Trump podrá ufanarse, si acaso, del principio de una recuperación. Y eso, si muy bien le va.

            ¿Qué implica todo esto para la elección? Esta combinación de factores, sumada a la torpeza y cinismo de Trump y sus círculo cercano en el manejo de la crisis, ha dejado al presidente de Estados Unidos en una posición harto vulnerable. A seis meses de distancia, las encuestas nacionales le otorgan al exvicepresidenet Joe Biden, virtual candidato demócrata, un margen de casi siete puntos porcentuales sobre Trump. Esa cifra es significativa, pero no definitiva. Después de todo, hace cuatro años, en este mismo punto de la campaña, Hillary Clinton superaba a Trump por una diferencia similar.

            El problema para Trump son los estados clave de la elección. Las elecciones en Estados Unidos no se definen por el voto popular sino por los votos que, desde sus respectivos totales, suman al llamado colegio electoral los diferentes estados del país, con un mínimo de 270 votos en para ganar. Hay estados que son y serán demócratas, como California y Nueva York, y otros que son y serán republicanos, como Alabama o Georgia y, cada vez en menor medida, Texas. Pero hay otros, quizá una decena, que están ahí, en el fiel de la balanza. El resultado de esos estados definirá la elección. Desde esa perspectiva, el desafío no podría ser mayor para Donald Trump.

            En la última ronda de encuestas, Trump pierde todos los grandes estados en ese grupo de indecisos. En Florida, que ha sido clave desde hace décadas, Biden tiene una ventaja de al menos tres puntos. Biden mantiene un margen relativamente cómodo en Pensilvania y Michigan, dos de los estados que se inclinaron por Trump sorpresivamente hace cuatro años. Biden va adelante incluso en Wisconsin y Arizona y hasta parece tener una pequeña ventaja en Texas, la joya de la corona del partido republicano. Si logra consolidar la ventaja en todos los estados que hoy aparentemente lo respaldan, ganará la elección de noviembre por un margen incluso mayor al que alcanzó Trump contra Clinton. Sería un triunfo contundente. 

            Sobra decir que es muy pero muy temprano para que los demócratas canten victoria. El equipo de Trump confía en que le bastará una lista de distritos específicos para ganar los estados que necesita y ahí está concentrando esfuerzos. La estrategia le dio resultado hace cuatro años. No sabemos aún cómo reaccionará la economía de Estados Unidos a la reapertura paulatina o cómo juzgará el electorado hacia noviembre el manejo que Trump ha hecho de la crisis. Por ahora, sin embargo, el caprichoso curso de la historia le ha robado a Trump su mayor argumento para la reelección. Tendrá que hacer enormes malabares para convencer a los estadounidenses –como culpar obsesivamente a China, por ejemplo– de que lo contraten de nuevo como presidente.

@LeonKrauze

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