Desde hace ya varios años, la migración se ha convertido en el tema más complicado de la agenda pública en Estados Unidos. Antes de la llegada de Donald Trump al escenario político, la discusión de la seguridad fronteriza y el destino de los 11 millones de inmigrantes indocumentados que viven en Estados Unidos ocupaba la atención de ambos partidos. Trump lo complicó todo cuando decidió, desde los primeros segundos de su campaña hace siete años, enarbolar la bandera nativista y anti inmigrante para buscar la candidatura presidencial republicana y, después, la presidencia de Estados Unidos.

Desde entonces, el debate sobre el destino de los migrantes en Estados Unidos, no ha hecho más que agravarse.

Trump recurrió al epítome de la crueldad, cuando puso en práctica la llamada política “tolerancia cero”, que separó a cientos y cientos de familias en la frontera con el supuesto fin de disuadir la migración indocumentada. Lo único que consiguió fue lastimar irremediablemente la vida de familias, a las que fracturó, en muchos casos sin remedio. El uso de personas de carne y hueso con fines políticos es parte ya de la historia más ignominiosa de aquellos años.

Por desgracia, la moda de la crueldad contra los inmigrantes que impuso Trump permanece hasta nuestros días. Ahora, políticos que pretenden emular la estrategia y la retórica trumpista han puesto en marcha despliegues de saña que podrán dejar satisfechos a los votantes más agresivos del partido republicano, pero exhiben el lado más oscuro de esa maquinaria por momentos siniestra en la que se ha convertido el movimiento conservador en Estados Unidos.

Uno de esos desplantes implica enviar en autobús desde los estados fronterizos a ciudades gobernadas por los demócratas, y a la capital estadounidense, dónde está el presidente Biden , la vicepresidenta Harris , a cientos de inmigrantes indocumentados.

El artífice de dicho asunto es el gobernador de Texas, que está encantado con el mensaje político de dureza que piensa está enviando al usar a los inmigrantes de esa manera.

Para no quedarse atrás, el gobernador de la Florida Ron De Santis, el discípulo más avanzado de Donald Trump, mandó la semana pasada dos aviones cargados de inmigrantes venezolanos a Martha’s Vineyard, una isla en Massachusetts, famosa por ser el sitio de veraneo de millonarios, entre ellos algunos prominentes demócratas, como el expresidente Obama.

De Santis envió a los migrantes supuestamente para proteger Florida de la migración indocumentada, pero la intención real es otra: utilizar a los migrantes como peones en el tablero político. Parece que De Santis creyó que el enclave liberal y millonario que es el viñedo reaccionaría rechazando la presencia de los poco más de 50 migrantes. Lo que encontró fue lo contrario: la gente (que es mucho más diversa y mucho menos millonaria de lo que De Santis suponía) se puso de acuerdo para ayudar a las familias venezolanas que habían llegado.

Está por verse si habrá consecuencias para De Santis, sobre todo en un estado en donde la población venezolana es cada vez más importante y poderosa, políticamente hablando. Por lo pronto, líderes venezolanos en Florida denunciaron la decisión de De Santis, al que acusaron de haber “caído bajo” en un acto de agresión contra migrantes que escapan del régimen de Nicolás Maduro.

Si el episodio le cuesta votantes, puede ser la lección que necesita el partido republicano para abandonar la crueldad como política sistemática en cuanto a migración.

El límite de estos desplantes es, uno supone, la derrota electoral. Mientras eso no ocurra, los migrantes que llegan buscando una vida a Estados Unidos serán carne de cañón política, con las consecuencias funestas que todos conocemos

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@LeonKrauze