Durante el fin de semana escuché algunos fragmentos de podcasts de crítica futbolística. Después de la nueva derrota de la selección mexicana en San Antonio, y con el antecedente de la polémica por los abucheos en Torreón, no es ninguna sorpresa que el tono fuera severamente crítico, no sólo del desempeño del equipo, sino también de las quejas de los jugadores ante los reclamos de la afición. Coincido con parte de la crítica y discrepo de otra, pero algo más me llamó la atención: la notoria vulgaridad con la que se expresaban en estos espacios algunos colegas.
Pienso, sobre todo, en Christian Martinoli. Antes de proceder, una aclaración que puede ser pertinente: soy fan de Martinoli. Cada vez que necesito un momento de alegría, regreso a YouTube para escuchar sus narraciones inolvidables de los goles de México en Copas del Mundo. Me parece ingenioso y elocuente. No es casualidad que la pareja que hace con Luis García haya hecho historia en la narración futbolística mexicana. A Luis, además, le tengo un aprecio personal genuino desde que lo entrevisté por primera vez, hace quizá 32 años, en Madrid.
Es precisamente por esa elocuencia que tanto he disfrutado de Martinoli que me sorprende su reciente propensión a la vulgaridad. En el fragmento que escuché, García y Martinoli conversan, y Martinoli se lanza contra los jugadores mexicanos:
“No escuché a los pinches jugadores decir ‘que no mame la gente’ (…) Cada vez que te reclame un aficionado y tú tienes los guevos de decir por qué me reclaman, dilo siempre, cabrón. Si te emputa que te critiquen, dilo siempre (…) di lo que te canten los huevos, pero dilo siempre”.
Uno puede estar o no de acuerdo con el argumento de Martinoli. Yo difiero. Los jugadores que se quejaron después del partido de Torreón —por cierto, ninguno de ellos usando en público palabras como las que usó Martinoli— lo hicieron porque las circunstancias del abucheo en Torreón fueron distintas a las de San Antonio. En Torreón, el público comenzó a abuchear al portero mexicano desde el principio, exigiendo la presencia de su propio arquero del club Santos. En San Antonio, en cambio, el abucheo a Malagón tuvo que ver con su desempeño. Son abucheos muy distintos.
Pero eso importa poco.
Lo interesante es preguntarse por qué Martinoli, el narrador de futbol más importante del país, opta por hablar así. Las palabras de un líder de opinión no se dan en el vacío ni caen en oídos sordos. Estar frente a un micrófono —incluso con la libertad sabrosa que supone un podcast entre amigos— implica una responsabilidad. No estoy incurriendo en puritanismos anacrónicos.
En una sociedad que aspira a mejorar, el modo en que hablamos importa tanto como lo que decimos. La civilidad no es una cuestión de etiqueta, sino una condición práctica para que el desacuerdo no derive en confrontación. El respeto verbal mantiene abiertas las puertas del diálogo y la posibilidad del aprendizaje mutuo. Es cierto que la vulgaridad, usada con astucia, puede transmitir autenticidad o cercanía, pero también erosiona la confianza, degrada el debate y la conversación pública. Y no es que uno sugiera cortesía fingida. La aspiración es más bien una civilidad sustantiva: la capacidad de disentir con firmeza sin insultar o descalificar. ¿O para usted, lector, es lo mismo que alguien le reclame con groserías que de manera civilizada?
Todos somos responsables de la calidad de nuestro debate público, que incide de manera directa en nuestra capacidad para construir mejores circunstancias en los distintos asuntos de los que debatimos, ya sea política pública o futbol. Las groserías de Martinoli seguramente le ganan popularidad, pero no construyen un mejor deporte ni —mucho menos— una mejor sociedad. Hay periodistas que insisten en que no están en el negocio de abonar al “nosotros”. Ahí también difiero. Aunque me “empute”.
@LeonKrauze

