Se equivoca quien desdeña las secuelas de la gentrificación, tanto en ciertas zonas de la Ciudad de México como en el fenómeno global en general. El incremento del costo de la vivienda —con rentas que, en el mejor de los casos, se duplican— ha derivado, en la capital mexicana y en muchas otras ciudades del mundo, en el desplazamiento de residentes con profundas raíces comunitarias. Existe un desafío real para mantener el sentido de comunidad y preservar la identidad cultural de los barrios.
Hay quienes desechan esta preocupación señalando, no sin razón, que todos los espacios urbanos son organismos vivos en constante transformación. En el este de Los Ángeles, por ejemplo, el área de Boyle Heights ha cambiado con el paso del tiempo: primero fue hogar de comunidades judías, luego japonesas, después mexicanas, y hoy enfrenta nuevas transiciones demográficas. Pero ese cambio, aunque natural, también implica riesgos que es necesario comprender y dimensionar con claridad. En su peor versión, la gentrificación puede provocar una erosión cultural, desarraigo social y una ampliación de las brechas de desigualdad, no sólo en las zonas afectadas sino en la ciudad entera.
Ahora: también se equivoca quien desdeña las ventajas de estos procesos. La inversión trae renovación, dinamismo económico e incentivos para nuevos proyectos. Abundan los ejemplos de distritos en grandes ciudades que, tras décadas de abandono, se han transformado en polos empresariales y centros de vida urbana vibrante. Woodstock, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, es un caso ilustrativo: anteriormente plagado de crimen, el barrio se ha revitalizado gracias a una combinación de emprendimiento local, redes de seguridad comunitaria e inversión sostenida que ha elevado la calidad de vida de sus habitantes.
Ayer, navegando por las redes sociales de algunos de los críticos más inteligentes del proceso de gentrificación en la Ciudad de México, encontré una publicación en la que una autora celebraba algo revelador: poder ir a un café en la esquina donde el barista ya se sabe su nombre.
Lo que el debate necesita es seriedad. Existen modelos exitosos: ciudades como Berlín y Viena han logrado implementar controles de renta, subsidios habitacionales y políticas de desarrollo urbano inclusivo, que permiten mitigar los efectos negativos de la gentrificación sin frenar el crecimiento ni la inversión.
Lo que el debate ciertamente no necesita es vandalismo ni prejuicio xenófobo. Los actos de violencia contra negocios —muchos de ellos, qué ironía, restaurantes plenamente mexicanos— son una vergüenza. Destruir propiedad ajena en nombre de la lucha contra la gentrificación es, por decir lo menos, un despropósito. Pero esa conducta palidece frente al discurso intolerante de quienes, en el contexto de una protesta legítima, optaron por lanzar consignas ofensivas contra residentes estadounidenses en la Ciudad de México.
La agresión xenófoba no sólo es inadmisible: es moralmente sorda. En un momento en el que millones de mexicanos luchan por escapar de un sistema que los persigue y criminaliza —un sistema alimentado por un discurso que insiste en pintarlos como amenaza—, participar en una protesta con tintes claramente intolerantes es avivar el mismo fuego del que muchos intentan huir.
Si quienes protestan en las calles de la Ciudad de México lo hacen en nombre de la justicia social y del bienestar de quienes menos tienen, deberían dar un paso atrás y observar el escenario completo. No el de quienes anhelan vivienda asequible en la colonia Roma, sino el de quienes trabajan jornadas interminables bajo el sol en los campos agrícolas de Estados Unidos, solo para regresar a casa temblando ante el temor de ser separados de su familia por una redada o un discurso de odio.
@LeonKrauze