Desde el inicio de la campaña de terror desatada contra los inmigrantes por el gobierno de Donald Trump, las protestas de costa a costa en Estados Unidos han tenido distintos protagonistas. Hay elementos ajenos al corazón de la protesta: Anarquistas y voces de extrema izquierda que, por lo general, van vestidos de negro de pies a cabeza y gritan consignas que poco o nada tienen que ver con la lucha de la comunidad inmigrante. No es casualidad ni es extraño. Son las mismas personas que se han hecho presentes en otras protestas desde hace años. La última vez que los vi fue, por ejemplo, durante las marchas en la convención demócrata de Chicago el año pasado.

Pero son una minoría.

La gran mayoría de las voces que encontré durante mis días de cobertura periodística en Los Ángeles y en las protestas al otro lado del país, en el sur de Florida, compartían un perfil claro. En la multitud en las calles de Los Ángeles y Santa Ana, y entre el numeroso grupo reunido en el centro de Miami durante la protesta del día “No Kings”, lo que vi fueron jóvenes hispanos, ciudadanos estadounidenses, saliendo a manifestarse en defensa no solo de los derechos de sus padres y abuelos, sino también de la vida de trabajo honesto que todos ellos han construido en Estados Unidos.

Así me lo dijo una estudiante que, en la primera línea de la protesta en Los Ángeles, le exigía respeto y empatía a la Guardia Nacional. Así me lo dijeron también un grupo de estudiantes recién salidas de la preparatoria, que asistieron a la manifestación después de haberse escapado brevemente de su casa, donde sus padres permanecían escondidos, aterrados por la campaña de detenciones migratorias. Sabían que se arriesgaban al castigo: Sus padres temían lo que pudiera ocurrir en las protestas. No les importó. Me dijeron que tenían que defender sus raíces y a sus familias inmigrantes.

Así me lo expresó también una familia conformada por un salvadoreño y una mexicana, que asistieron a la protesta para enseñarle a su hija de seis años, que los acompañaba, que es posible estar comprometido con el legado inmigrante y, al mismo tiempo, pertenecer a Estados Unidos, un país de leyes. Sofía, una joven madre, había llevado a su hija y a su sobrina para que también ellas defendieran el trato digno hacia sus abuelos. Otra estudiante llevaba una pancarta que me emocionó. La sostenía en la mano derecha mientras en la izquierda ondeaba la bandera mexicana junto con la estadounidense. Decía: "No ondeo mi bandera porque quiera regresar. La ondeo para recordarte que no olvidaré de dónde vengo, solo para ser aceptado en un lugar al que pertenezco.”

No lo podría haber dicho mejor. Lo he escuchado miles de veces.

Desde hace más de veinte años —quince de los cuales he vivido en Estados Unidos— me he dedicado a escuchar a la comunidad inmigrante, en su mayoría mexicana. En Los Ángeles, donde trabajé por más de una década, tuve una entrevista semanal llamada La Mesa. Su propósito era el mismo que el de estos últimos días: Darle el micrófono y la cámara a la gente para escuchar sus historias.

Y las historias que encontré ahora son las mismas de entonces. Nuestra comunidad en Estados Unidos —que equivale a una cuarta parte de la población de México si se incluye a toda la gente de origen mexicano en territorio estadounidense— está aquí con un solo objetivo: Trabajar, progresar y darles a sus hijos y nietos un futuro, una educación, un empleo. Enfrentan sus retos diarios con enorme templanza e incluso con entusiasmo. Todo esto a pesar de que muchos me han confesado no haber visto a sus padres, abuelos o familiares en México desde hace años.

Cuando he entrevistado a los hijos de esos inmigrantes, el perfil también se repite: Jóvenes que valoran haber nacido en Estados Unidos, pero que son profundamente conscientes de sus raíces y del esfuerzo que implica la migración. Viven con una doble gratitud: Hacia el país que acogió a sus familias, y hacia sus familiares por haber tenido la valentía de emigrar.

Esas son las voces de la comunidad inmigrante hispana y, en particular, de la comunidad mexicana en Estados Unidos. Es la voz que se escucha ahora en las protestas, pero que ha estado presente desde hace años. Ha tenido que desatarse una campaña de terror prácticamente inédita en sus métodos y en su alcance para que finalmente la escuchemos.

A partir de ahora, no dejemos de escucharla.

@LeonKrauze

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