Escribo esto a unos pasos del altar improvisado frente a la entrada de la escuela primaria “Robb”, en Uvalde, Texas. Hay miles de flores, decenas de globos, muñecos de peluche y veintiún cruces con los nombres de diecinueve niños y dos maestras que, hace apenas unas horas, murieron en una escena infernal.
El martes 24 era un día especial para los niños de la primaria de Uvalde. Muchos iban a recibir sus reconocimientos de fin de cursos. Los maestros les habían pedido que vistieran de manera colorida, para festejar. Al menos un salón de clases de cuarto de primaria había planeado ver una película para pasar el tiempo después de la entrega de premios. Ya solo faltaban un par de días para las vacaciones. Nada. Solo un par de días.
Alrededor de las 11:30, un hombre entra a la escuela, aprovechando una puerta que ha permanecida abierta tras las celebraciones. Tiene solo dieciocho años y va armado hasta los dientes. Minutos antes, en un arrebato brutal, ha tratado de asesinar a su abuela. Se abre paso hacia la escuela disparando contra varias personas afuera del plantel. Y luego, cargando un arma de guerra y suficientes balas como para matar a decenas de seres humanos, irrumpe en la primaria.
Una maestra hace una llamada al 911 para traer a la policía a la escuela.
Tres minutos después, entra a dos salones de clase. Adentro hay niños de nueve y diez años. En cuestión de 120 segundos, dispara al menos cien balas de alto calibre.
Haga usted, lector, una pausa.
Reflexione lo que le hace a un cuerpo humano una bala de un rifle de asalto. Ahora trate usted de imaginar lo que esa bala le hace al cuerpo de un niño de nueve años. Y luego otra bala. Y otra.
Cinco minutos más tarde, un pequeño grupo de policías entra a la escuela por la misma puerta que usó el asesino. El pistolero los recibe a balazos. Nadie logra abatirlo ni detenerlo. La policía decide dejar de avanzar, a pesar de que es evidente que el asesino tiene la capacidad de matar niños, muchos niños.
Pasan veinte minutos.
Agentes de la patrulla fronteriza llegan a la escena. Para entonces, al menos dos decenas de oficiales están en el pasillo, pero ni siquiera así deciden entrar a los salones, contraviniendo absolutamente todos los protocolos creados en Estados Unidos para controlar a un tirador activo.
Desde dentro de los salones, comienza a ampliarse la tragedia. Desde sus propios celulares o desde el teléfono de sus maestras asesinadas, niños llaman al 911, suplicando ayuda. Los niños que llaman dejan claro que hay compañeros muertos, en el piso. Amerie Jo Garza, de diez años, enfrenta al asesino. “Usted tiene armas, voy a llamar a la policía”, cuenta un testigo que dijo Amerie. El asesino, ese tremendo desgraciado, la mata.
Ni siquiera entonces entra la policía, que sigue esperando en el pasillo.
Tuvieron que pasar ochenta minutos, una hora y veinte minutos, para que los oficiales abrieran una de esas puertas, con una llave de intendencia del plantel, para matar al asesino.
Ochenta minutos después.
Diecinueve niños y dos maestros después.
Decenas de llamadas al 911 después.
Dos días después, cuando los padres de Uvalde no habían comenzado a enterrar a sus hijos, la Asociación Nacional del Rifle, el poderoso grupo que defiende los intereses de los productores de armas en Estados Unidos, se reunió en Houston, en el mismo estado de Texas.
Nadie aceptó responsabilidad alguna.
Donald Trump
leyó –pronunciando mal– los nombres de cada uno de los niños asesinados.
Luego sugirió que el problema de la epidemia de armas y muerte en el país que alguna vez gobernó no son las armas. “El mal no es una razón para desarmar a los ciudadanos. El mal es una de las mejores razones para armar a los ciudadanos”, dijo.
Al terminar su discurso, bailó.
Mientras tanto, aquí en Uvalde, en la primaria que ahora veo, la gente seguía llegando a llenar de flores la entrada a la escuela.
Alguien cantaba el Ave María.
@LeonKrauze
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