En el fondo del ataque del presidente de México contra la autoridad electoral está un equívoco singular. El presidente genuinamente parece creer que su triunfo de 2018 ocurrió a pesar de la autoridad electoral mexicana y no mediante la autoridad electoral mexicana.

He escuchado crónicas de la noche de la elección que dan fe del asombro de López Obrador , quien aparentemente esperaba una conspiración en su contra antes que el respeto de la voluntad de electorado.

Esta paranoia arraiga, claro está, en su interpretación de las elecciones del 2006 y 2012. En el mito fundacional del obradorismo, entonces, como ahora, impermeable a la evidencia: López Obrador fue víctima de dos robos consecutivos, avalados por la autoridad electoral. Esto es falso. López Obrador perdió ambas elecciones, la segunda con claridad. Aunque pretenda lo contrario, el presidente nunca fue Cuauhtémoc Cárdenas y el IFE nunca fue la Secretaría de Gobernación de Manuel Bartlett .

Pero la evidencia le ha importado poco a López Obrador. Siempre ha tenido sus “propios datos”, que no son otra cosa que su propia narrativa, su propia versión de la historia. En ella, la autoridad electoral no es el árbitro imparcial que, objetivamente, ha sido por años y años sino un enemigo a vencer, disminuir y desaparecer.

El asunto es que, en esto como en otras cosas, la interpretación personal de la realidad y los agravios de un solo hombre no tiene por qué dictaminar el destino del andamiaje institucional de un país. Aunque fuera sostenible (no es el caso), un agravio personalísimo no puede ser el origen de la política pública.

López Obrador probablemente diría que esto no es personal. En su versión de la realidad, la autoridad electoral no le robó a él la posibilidad de gobernar el país; le robó al país la posibilidad de ser gobernado por López Obrador. Esto, claro, tampoco es verdad. México finalmente fue gobernado por López Obrador cuando así lo dispuso la mayoría del electorado.

Ahora, con el ataque incesante al INE, el presidente pretende validar su versión de la historia y cobrarse viejas cuentas. Es la “desquitocracia” que ha descrito Víctor Trujillo , pero arraigada en aquella falacia fundacional. No podría ser más grave. Desde hace dos décadas, una mayoría decide quién gobierna. Esto sucede gracias a la participación voluntaria de cientos de miles de ciudadanos que organizan las elecciones y cuentan los votos y, sí, gracias a la autoridad electoral que los procesa bajo una estricta normativa avalada por los partidos políticos.

En ese contexto, López Obrador ha perdido dos elecciones y ganado una. Las tres han sido legitimas. Si el presidente logra desmontar a su antojo la autoridad electoral, habrá satisfecho su orgullo herido y validado su mendaz versión de la historia moderna de México. En realidad, por desgracia, hará algo muy distinto y peligroso. Habrá culminado una regresión autoritaria que el país no merece. En una contradicción moral casi shakesperiana , habrá destruido la democracia que, aunque él insista en lo contrario, le abrió el camino a la presidencia. Ganará López Obrador, pero perderá México. ¿No era justo eso lo que juró evitar?

@LeonKrauze