Hace unos días, el comediante estadounidense Stephen Colbert hizo lo que ha hecho durante años: usó el humor para decir la verdad. Desde su exitoso programa en CBS, criticó un acuerdo turbio entre Paramount —la empresa dueña del canal— y Donald Trump, en torno a una absurda querella sobre la edición de una entrevista a Kamala Harris en el programa 60 minutos. La escena parecía una más en la rutina de la sátira política estadounidense, que ha acompañado a cada presidente, de Nixon en adelante. En tiempos normales, el comentario de Colbert habría sido completamente normal. No esta vez. Unos días después, Colbert fue despedido. Difícil imaginar una señal más ominosa.
En la lista de síntomas del deterioro democrático, pocos son tan reveladores como la desaparición de la sátira política. En toda democracia funcional, la sátira cumple un papel vital: desnuda el poder, exhibe sus torpezas y abusos, obliga al ciudadano a pensar, a desconfiar, a mirar con lupa. Es crítica, resistencia y catarsis. Cuando desaparece, no solo se apaga una voz incómoda: se apaga también una parte esencial del contrato democrático.
Durante años, Estados Unidos fue una excepción en medio del retroceso global. Mientras otros países cancelaban espacios críticos bajo presiones más o menos explícitas del poder, la televisión estadounidense mantenía programas de gran audiencia dedicados a poner en evidencia a presidentes y políticos, incluido Donald Trump. Los comediantes nocturnos, como Stephen Colbert, han ejercido la sátira con la libertad de quien sabe que burlarse del poder no solo es legítimo, sino necesario.
Por eso, su despido importa. CBS alega razones financieras. Pero tratándose de uno de los rostros más rentables de la cadena, esa explicación parece poco convincente. Mucho más probable es que se trate de una concesión política. Paramount busca concretar un acuerdo de fusión multimillonario que necesita el visto bueno de Trump. En ese contexto, eliminar a Colbert empieza a parecer menos una decisión económica y más una señal de obediencia.
Y eso, en el país que inventó la libertad de expresión como modelo para el mundo, es alarmante.
Ejemplos de censura como este sobran en otros países, y siempre son ominosos. En la Rusia de Putin, el programa satírico Kukly fue cancelado en 2002. En Turquía, la emblemática revista Penguen cerró en 2017, asfixiada por demandas del presidente Erdoğan. En ambos casos, el humor fue el primer objetivo en la ofensiva contra la disidencia. El patrón se repite: donde el poder deja de tolerar la risa, pronto deja de tolerar cualquier forma de crítica.
No es exagerado decir que, mientras haya sátira, hay democracia. La sátira incomoda, y por eso mismo es necesaria. La caída de Colbert es la primera de relevancia en Estados Unidos. Trump ya ha dicho que le gustaría ver despedidos a otros comediantes que le incomodan. Ese tipo de exigencias en otros países ha derivado en la desaparición de la sátira, que equivale siempre a la protección al poder.
Mala noticia. Muy mala noticia.
@LeonKrauze