Más allá de las lecturas de rédito político para el presidente, la consulta de revocación ha sido, a final de cuentas, una derrota para la democracia mexicana. Lo es por el abuso del oficialismo de una valiosa herramienta de participación, convertida por ahora en vehículo para una innecesaria ratificación de mandato y una absurda celebración de la figura presidencial. Es también una derrota por la decisión presidencial —y solo pudo haber venido del propio López Obrador — de utilizar el proceso revocatorio para atacar de manera frontal al INE y a sus consejeros. A falta de adversario, el presidente decidió pelearse con el réferi, al que siempre ha querido retirar del cuadrilátero. Desvirtuar conscientemente un proceso democrático es un acto de corrupción, mucho más si se hace para concentrar mayor poder y eliminar la confianza en las instituciones independientes del país.
Pero la consulta revocatoria debería ser interpretada como una derrota para la democracia de nuestro país sobre todo porque ha significado un paso más hacia un abismo peligroso. Repasemos. Durante dos décadas de vida pública, Andrés Manuel López Obrador ha insistido en básicamente un mensaje: la sociedad mexicana debía resistirse a normalizar los usos y costumbres de la clase política mexicana, acostumbrada, en menor o mayor medida, a la corrupción y el saqueo. López Obrador tenía razón. México no podía ni debía aceptar lo inaceptable. De ahí la promesa central del obradorismo: haría las cosas de manera distinta, demostrando que aquello que durante tantos años normalizó México no era en realidad aceptable ni tolerable.
Cuando han pasado ya tres años y medio del gobierno de López Obrador, quizá la desgracia central sea no solo que los métodos de los de ahora se parecen a los de antes, sino que este régimen nos ha llevado, poco a poco, a normalizar lo que no debería ser normal. Lo que vimos en las últimas semanas del proceso revocatorio es el ejemplo más claro. La lista es larga: no es normal el disfraz de organizaciones civiles que son en realidad satélites del régimen, la participación de funcionarios en eventos de campaña, el uso de fondos públicos, el tonito desafiante, el papel de miembros de las Fuerzas Armadas y, quizá más que ninguna otra cosa, el papel del secretario de Gobernación como animador proselitista y reventador de las instituciones electorales.
Nada de esto es normal.
Aun así, en su afán de concentración de poder, el gobierno de México, que prometía aquel supuesto cambio, optó por saltarse línea roja tras línea roja en el catálogo de conductas dignas de un gobierno democrático y respetuoso de la ley. Y aunque no pocas voces han reclamado esta regresión autoritaria, lo cierto es que la indignación no ha sido equivalente al evidente agravio. Nos hemos acostumbrado, de nuevo, a lo que nunca deberíamos acostumbrarnos. Los ciclos noticiosos registran actos escandalosos como si fueran solo una noticia más, y otra cosa. Los columnistas prefieren analizar las intenciones políticas del gobierno o la sagacidad narrativa del presidente antes que alarmarse de verdad por sus atropellos a la legalidad.
Lo anormal es cada vez más normal.
Los siguientes dos años serán una prueba definitiva para el futuro de la democracia mexicana. La historia demuestra que, una vez en el camino del poder, un gobierno que transgrede las leyes y las pautas básicas de civilidad política seguirá intentando poner a prueba los límites de la convivencia democrática. Aunque prometió algo muy distinto, este gobierno ha demostrado que no es diferente. Se vienen pruebas aún mayores. Los pueblos no tienen el gobierno que se merecen si no el gobierno que aceptan. ¿Seguiremos aceptando lo inaceptable?