La histórica reforma constitucional en curso, además de modificar la integración, funcionamiento y finalidades del Poder Judicial mexicano, va a constituir una oportunidad sin precedente para reformular el quehacer mismo de quienes escogimos, y de quienes seguirán escogiendo, la profesión de juristas en nuestro país.
En la formación jurídica prevalece una actitud soberbia, basada fundamentalmente en la noción patrimonial de poseer un conocimiento privativo para quienes le rodean.
Si a estas deformaciones se suman el antiguo ingrediente del tráfico de influencias, nepotismo y franca corrupción, dado el fácil uso del conocimiento jurídico para el engaño, lleva al inmenso desprestigio que en México y el resto del mundo tiene la profesión jurídica.
Lejos de tratarse de una profesión de servicio, indispensable para facilitar el ejercicio de derechos individuales y colectivos de las personas, el profesional del Derecho es un personaje al que se debe temer, más que confiar.
El abogado, antes que un asesor amable con quien le consulta, con o sin pago de por medio, es un coyote, leguleyo, marrullero, traficante de derechos y bienes ajenos, falsificador, defraudador, embaucador, y un largo etcétera.
La reforma judicial debería alcanzar a cuestionar si esta exigencia de contar con un representante jurídico para su defensa en juicio es indispensable, sobre todo en aquellos juicios de menor cuantía en materia penal, civil, familiar, de reparación de daños, entre otras.
La sola posibilidad de asumir que los derechos y su comprensión no son un ámbito privativo de quienes nos ostentamos como abogadas o abogados, puede quizás generar una noción terrenal del Derecho. Esta idea, así de básica, también puede ayudar a desmontar la gigantesca prepotencia que esconde el abuso que genera el fraude en las personas que buscan la ayuda de la abogada o el abogado.
La función de servicio, que prácticamente ha estado ausente del ejercicio de la abogacía, también puede ayudar a tirar el enorme muro que se ha fue creando en la historia del ejercicio del Derecho, entre el “experto” y el “cliente”, o simple ciudadano que busca asesoría jurídica.
El Derecho ha creado todo un lenguaje críptico, no necesariamente indispensable, dado que una parte importante de los términos que se construyen en algunas materias tienen incluso sinónimos mucho más entendibles en el diccionario de uso cotidiano. Sin embargo, el abogado, dentro de su formación profesional va acumulando palabras ajenas al lenguaje común, e incluso recurre a términos del propio idioma que han quedado en desuso pero que tienen un sabor rimbombante.
Y así lee uno en las demandas, e incluso en las sentencias, términos como “es inconcuso”, “verbigracia”, además de multitud de latinajos, mientras más crípticos, mejor.
Estas colecciones de palabras ajenas a la comprensión común terminan impidiendo la comunicación entre el profesional y quien requiere sus servicios, como si de eso se tratara, como si ese fuera el objetivo.
Vivimos tiempos en los que la cultura no necesita disfrazarse con grandilocuencia y la ciudadanía requiere con urgencia comunicarse con profesionales de los que deposita su defensa.
La reforma nos permitirá también esta oportunidad de democratizar el ejercicio de la profesión jurídica.
Ministra SCJN