Dijimos en las últimas columnas que la gentrificación no es un problema localizado en zonas muy específicas, originado por una razón o personas determinadas, sino que más bien es un problema de ciudades en crecimiento o en periodos de especulación urbana, que se desarrollan cuando se venden terrenos, viviendas, comercios en zonas determinadas a precios mucho mayores que la inflación, o cuando se regeneran barrios que elevan el valor comercial de los inmuebles, lo que casi siempre se debe a dos razones: se cambia el uso del suelo (con o sin permiso) para potenciar la explotación de inmuebles o se incrementa la infraestructura y equipamiento de una zona urbana). Cuando estos fenómenos son generalizados, la gentrificación también lo es.
Ciertamente, es la lectura que hemos escogido de la gentrificación, porque ante la maleabilidad del concepto se está prefiriendo hablar de la crisis de la vivienda.
No es una crisis de solución sencilla, porque las ciudades resienten fundamentalmente dos problemas: la necesidad de vivienda, que lleva al hacinamiento o a la improvisación de construcciones de vivienda, por agentes sociales o por quienes buscan aprovechar la necesidad para obtener mayores ganancias.
Paralelamente, la industria de la construcción tiene un altísimo impacto en la economía local y nacional, lo que genera que los propios gobiernos impulsen permanentemente políticas que la fomenten.
Acordar políticas coherentes en las ciudades contemporáneas supone capacidad de unificar los intereses de una multiplicidad de actores que configuran el espacio urbano de manera simultánea con objetivos muy distintos e incluso contrarios.
Una política que enfrente la crisis de la vivienda debe pensar en la producción cuantitativa de la vivienda, claro, pero también en garantizar que quien ya goza de este derecho pueda disfrutarlo en condiciones de certeza.
En los últimos años, esta situación ha cambiado radicalmente. La situación económica de los 90, llevó a multiplicar la venta de la vivienda en la Ciudad de México, concentrando en menos manos su propiedad.
De acuerdo con la Encuesta de Vivienda de 2020, el 51% de los habitantes de la Ciudad manifiestan ocupar viviendas propias, 20% menos que en 2000, cuando el 71% vivía en vivienda propia.
El Bando Uno de la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México ha previsto medidas que ayudarán a evitar la gentrificación: estabilización de rentas, control de precios de alquiler en zonas de tensión inmobiliaria, regulación de rentas temporales y de plataformas digitales, Ley de Rentas Justas y Asequibles, vivienda pública sostenible, vivienda en renta para sectores prioritarios, apoyo a la vivienda nueva progresiva, combate a la especulación inmobiliaria, planeación participativa comunitaria, programa de arraigo y protección del patrimonio, estímulos a comercios locales, participación comunitaria en políticas de inclusión y observatorio de suelo y vivienda.
Creo que todas estas medidas deberían ser nucleadas por un solo objetivo: combatir la especulación urbana y ser aplicadas lo más extensamente posible.
Políticas aplicadas en Brasil y Colombia, donde se ha desarrollado más el estudio del impacto de la especulación urbana, muestran que cobrar la especulación es la forma más efectiva de inhibirla, porque si de un cobro excesivo de alquiler o venta de vivienda, se obtiene el mismo rango de ganancia en zonas altamente equipadas que en zonas menos desarrolladas, el especulador deja de tener incentivos para rentar o vender más caro y despresiona el “mercado” de la vivienda, que antes que mercado constituye un derecho humano.
Lo más importante de estas medidas es evitar que la ciudad siga produciendo ganancias a costa de la pérdida de vivienda o del desplazamiento de los habitantes que deberían satisfacer su derecho a la vivienda.
Ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación






