En los últimos 15 años, las procuradurías generales de justicia de las entidades federativas y la Procuraduría General de Justicia (PGR) fueron objeto de reformas constitucionales. Los cambios normativos pretendían transformar estas instituciones para hacerlas más funcionales en sus tareas de investigación y persecución penal. Bajo el paraguas de estos cambios, las procuradurías cambiaron de nombre a fiscalías con la idea de tener a la autonomía como su centro rector.
Este ideal ha sido un fracaso desde varios ángulos.
Uno de los objetivos más importantes de las reformas a la Constitución Federal y a las constituciones locales se dirigía a despolitizar la persecución penal bajo el criterio de autonomía del Poder Ejecutivo. La idea no era fácil de aceptar porque el Ministerio Público mexicano había sido creado como una herramienta de control, no como un organismo al servicio de la justicia. Sin embargo, la aspiración era evitar que los gobernadores o el Presidente de la República usasen a las fiscalías para derribar a un adversario político.
Hasta el día de hoy, es evidente que los titulares de los Poderes Ejecutivos definen las prioridades de persecución hasta el punto en que pueden ordenar y manipular la investigación penal en contra de personas específicas. De hecho, justo en sentido inverso al esperado, la etiqueta de autonomía ha servido para eludir la rendición de cuentas. Así, ante el cuestionamiento público sobre un caso bajo investigación penal, los titulares de los ejecutivos argumentan que nada pueden hacer porque las instituciones encargadas de investigar son “autónomas” y ellos “ son incapaces” de influir en el ánimo de sus fiscales. Quienes conocemos las fiscalías sabemos que esta excusa es una pantalla. Sabemos que los fiscales generales se reúnen cotidianamente con los titulares de los poderes ejecutivos para recibir órdenes. Así las cosas, hoy es posible tener fiscalías con la etiqueta de autónomas, pero totalmente sumisas al poder político.
A lado de la aspiración de autonomía de las fiscalías frente al Ejecutivo, existía también la intención de proteger la independencia de cada funcionario de nivel medio. Esto es, se esperaba que a los fiscales bajo las órdenes del fiscal general, se les permitiera decidir sobre sus propios casos. Este segundo tipo de autonomía tampoco se logró y hoy podemos ver, muy tristemente, cómo los funcionarios de las fiscalías actúan a la sombra de sus superiores jerárquicos. Quien se atreve a cuestionar al jefe es separado del cargo o, peor aún, es acusado penalmente.
Un efecto colateral e inesperado de las reformas al Ministerio Público ha sido que algunos fiscales han usado los espacios de autonomía para iniciar sus propias persecuciones personales. Atacan impunemente a sus adversarios políticos, a sus antiguos rivales comerciales o a cualquier persona que les incomode. En otras palabras, se les dio facilidades a los perversos.
En resumen, las reformas a la procuración de justicia se hicieron, pero los cambios esperados no se materializaron. Es más, hay quien cree que la situación es peor. El desastre institucional es observable a lo largo y ancho del país, independientemente del partido político gobernante en cada jurisdicción.
No es claro cómo deshacer el entuerto pero, dado que las reformas a las fiscalías nacionales fue una idea impulsada desde la sociedad civil, nos toca analizar las causas del fracaso, reagruparnos y ajustar la estrategia.
Investigadora en justicia penal
@laydanegrete