¿Cuánta represión puede ejercer un régimen sin que se le rompan las costuras? En la célebre obra de Albert O. Hirschman, Salida, voz y lealtad, este señalaba que todos los miembros pertenecientes a una organización (regímenes inclusive) se enfrentaban a un triple dilema cuando esta entraba en crisis o ya no ofrecían los bienes que decían proveer. El dilema residía en quejarse a la dirección (ejercer la voz) para que cambiara el rumbo, desertar de la organización y buscar otra que ofreciera mejores bienes y servicios (ejercer la salida) o acatar la deriva organizativa por los motivos que fueran y mantenerse fiel a la misma (ejercer la lealtad).
A partir de esta tríada, el mismo Hirschman escribió un brillante artículo sobre la crisis e implosión de la República Democrática Alemana y partió de la idea de que cuando se ejercía al mismo tiempo la salida (deserción) y la voz en el sistema, el régimen podía derrumbarse. ¿Nos sirve de algo la reflexión del célebre sociólogo alemán para entender la última crisis política que ocurrió en Nicaragua? Me refiero a la de la deportación de 222 presos políticos a los Estados Unidos y al retiro de la nacionalidad nicaragüense a 94 opositores más, hecho que los convirtió a todos (los 316) en apátridas.
El pasado 9 de febrero el Gobierno de Nicaragua liberó a un grupo de 222 presos políticos que llevaban casi dos años en una prisión de alta seguridad (habían sido acusados de cometer “actos en contra de la soberanía del país y por incitar a la violencia, el terrorismo y la desestabilización del país”) para deportarlos a un aeropuerto cerca de Washington. Entre estas 222 personas había opositores, empresarios, periodistas, activistas medioambientales, campesinos, religiosos, feministas y estudiantes. Entre los “liberados” había figuras notorias, como dos exguerrilleros históricos de la lucha sandinista (Dora María Téllez y Víctor Hugo Tinoco) o la hija de la expresidenta Violeta Barrios, Cristiana Chamorro.
El encarcelamiento masivo de líderes opositores (y su posterior destierro) fue el último peldaño de una deriva autoritaria que ha sido impulsada por Daniel Ortega sobre la formación que lideraba (el Frente Sandinista de Liberación Nacional [FSLN]) y sobre el mismo régimen que preside desde su vuelta al poder en 2007. Desde entonces, Ortega ha ido maniobrando para ir revirtiendo todo lo que había de auténtico en el sandinismo. Ya hace dos décadas que Ernesto Cardenal y Sergio Ramírez dieron testimonio de esta lógica a través de las obras La revolución perdida y Adiós, muchachos, respectivamente, pero ninguno de ellos imaginó hasta dónde podría llegar.
Ortega se hizo con el FSLN rápidamente una vez que perdió las elecciones en 1990, pero la forma en que se apropió del Estado ha sido lenta a partir de cuatro mandatos en que el caudillo ha ido des-democratizando el andamiaje político. Primero, a través del clientelismo y la
cooptación, luego cambiando las reglas de juego a su favor y politizando la administración y las Fuerzas Armadas y, finalmente, a partir de la represión violenta.
En este sentido, el episodio crítico del régimen fue la revuelta acontecida el 19 de abril de 2018 cuando empezaron una serie de protestas que se extendieron con celeridad a amplios sectores de la sociedad. La espoleta del estallido social fueron unas protestas estudiantiles que rechazaban unas medidas gubernamentales, pero que luego supusieron una enmienda a la totalidad del régimen y demandaban el fin de las formas autoritarias, patrimonialistas y plutocráticas del orteguismo.
Ante la envergadura de las protestas, el Gobierno desató una represión desproporcionada que agrietó el edificio de los consensos y complicidades (muchas inconfesables) conseguidas entre una parte de la sociedad civil y el sistema, lo que ponía en cuestión la supervivencia de este. Esta crisis daba fe del agotamiento de un modelo político, económico y social que no podía (ni quería) reformarse.
En este contexto llegó la crisis sanitaria de la COVID-19, que brindó a Ortega la oportunidad de solucionar la primera crisis a costa de la segunda, aprovechando la excepcionalidad de la situación para aprobar en la Asamblea Nacional (que controlaba) una batería legislativa, a fin de cercar a la oposición. Sin duda, Ortega entendió que para mantenerse en el poder, era preciso atajar cualquier capacidad de maniobra de la oposición, y para ello requería una legislación extremadamente punitiva.
Así se redactó y aprobó una batería de leyes en esta dirección, entre las que se destacó una iniciativa legislativa que tenía como fin el control de la actividad en el ciberespacio (la Ley n.º 1042, la Ley Especial de Ciberdelitos) que se conoció como la “ley mordaza”. Esta, a la vez se complementó con la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, aprobada el 15 de octubre de 2020 y la cual estaba destinada a bloquear los fondos económicos con los que podían contar las organizaciones civiles, a las que podían tildar de vehículos destinados a las “injerencias de Gobiernos, organizaciones o personas naturales extranjeras en los asuntos internos o externos de Nicaragua”.
A estas dos leyes se les sumó la “Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz”, que fijaba criterios que podían convertir a cualquier ciudadano opositor en traidor a la patria. Entre finales de 2020 y principios de 2021 se aprobó un paquete legislativo que permitió al Gobierno (además de celebrar elecciones autoritarias) encarcelar a líderes de la oposición y retirarles la ciudadanía, a la vez que suprimir la personalidad jurídica de las asociaciones y ONG críticas y confiscar sus bienes.
Efectivamente, las leyes se han aplicado y hoy en Nicaragua no existe ningún tipo de disidencia permitida. Pero, hoy en día, la cuestión es la de hasta cuándo se puede mantener esta situación. Es decir: ¿es posible acallar la voz y controlar (e impulsar compulsivamente) la salida de una sociedad durante mucho tiempo? ¿No es una fantasía de dictadores creer que todas las personas van a ser, a la fuerza, si cabe, siempre leales a su figura? No tengo las respuestas. Pero creo que tampoco nadie sabe si la última operación de Ortega (expulsar a presos políticos y despojar de ciudadanía a muchos opositores) supone liberar vapor (o añadir) a la olla de presión que hoy es Nicaragua.
Salvador Martí Puig, catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Girona.