Cuando la vicepresidenta de Perú, Dina Boluarte, asumió la Presidencia para sustituir a Pedro Castillo, se esperaba que vinieran meses de tranquilidad e incluso el Congreso aprobó una ley que reducía su mandato mediante el adelanto de elecciones para abril de 2024. Sin embargo, a los pocos días, en casi todo el país hubo movilizaciones que inundaron las calles para protestar por las medidas que fueron consideradas como insuficientes.
De momento, las protestas han acarreado al menos 46 ciudadanos muertos en manos de las fuerzas del orden, cuando, no obstante, ejercían su derecho a manifestarse y a exigir el cierre del Congreso de la república, la convocatoria a una Asamblea Constituyente y la renuncia de Boluarte. Hasta el día de hoy, la violencia no ha contribuido, en absoluto, a apaciguar el ambiente político.
Por otro lado, los grupos de extrema derecha que dominan el Congreso de la república y que se han autodeclarado “victoriosos” por la salida de Pedro Castillo procuran allanar el camino —a cualquier costo— para garantizar su victoria en la próxima contienda electoral que ha sido convocada para abril de 2024.
La indignación, sin embargo, se amplifica, debido a que grupos de congresistas comenzaron a buscar la forma de legalizar su reelección. Si bien es cierto que esta propuesta no deja de ser válida en un ambiente de normalidad, en la actualidad, alterar las reglas del juego electoral para beneficio propio es una provocación.
Estos grupos, además, han presentado un proyecto de ley que pretende disminuir y sustituir el mandato de las actuales autoridades electorales. Aunque en la última contienda electoral, estas actuaron de forma imparcial y transparente, dichos congresistas dicen que favorecieron la elección de Castillo.
A su vez, estos grupos de ultraderecha pretenden inhabilitar a potenciales candidatos para la siguiente elección, pero partiendo de la modalidad de denuncias constitucionales, como es el caso de los expresidentes Martín Vizcarra y Francisco Sagasti. Dichas denuncias fueron presentadas y, posteriormente, pueden ser aprobadas por estos grupos.
Si el Congreso consideraba que tenía el control de la agenda política para abril de 2024, los movimientos sociales, básicamente regionales (más organizados en el sur del país), quieren cambiar una posición de retroceso por el vacío de poder que dejó Castillo y la derrota política del partido Perú Libre, principal organización que sustentaba al expresidente.
Para contener a estos movimientos y como consecuencia de la violencia, los sectores de derecha aspiran a imponer una agenda que ignora las legítimas aspiraciones de quienes se manifiestan en las calles (mientras tanto, los movimientos vienen tomando musculatura y pueden hacer caer a la propia presidenta Boluarte).
La intolerancia y el racismo contra las regiones de quienes dominan el Congreso los ha llevado a acusar a los manifestantes de “terroristas”. De esta manera, justifican abiertamente, y sin ningún pudor, la eliminación física de las víctimas y sobredimensionan selectivamente la radicalidad de algunos de los manifestantes para, así, enfrentarlos a todos con mayor violencia.
Por su parte, la presidenta, que integraba el grupo de Pedro Castillo y de Vladimir Cerrón (jefe de Perú Libre), tenía la opción de convertir su posición de debilidad (sin apoyo en el Congreso) en una de fortaleza. Podría haberle impuesto condiciones al Congreso cuando asumió o podría haber fomentado una agenda amplia sobre el debate de llamar —o no— a una Asamblea Constituyente que pudiera decidirse en abril de 2024. No obstante, optó por un camino diferente.
La presidenta prefirió asegurar su permanencia en el poder, pero sin capacidad ni influencia, y asumió el discurso y las acciones de los grupos de extrema derecha. Hoy Boluarte asume el pasivo de los trágicos episodios en los que en un primer caso murieron 28 personas en diferentes regiones del país, luego otras 17 en la ciudad de Juliaca y una en Cusco. A pesar de la desmedida violencia, esta no ha contribuido a apaciguar la indignación de los ciudadanos.
La actitud antidemocrática e intransigente de los sectores de la derecha no contempla ni siquiera el debate sobre la necesidad de elaborar —o no— una nueva Constitución, y mucho menos permitir que los peruanos decidan la continuidad —o no— de esta en un referéndum. Estos se resisten a cambios sustanciales en el propio diseño institucional que da inestabilidad y conflicto, y continúan imponiendo criterios de legalidad sobre los de legitimidad, dado que esta no refleja los resultados de un pacto social. Recordemos que la Constitución de 1993, además de impuesta, fue aprobada por medio de un referéndum marcado por el fraude.
Independientemente de la evaluación del gobierno de Castillo y de la cuestionable tentativa de ruptura del orden constitucional, su prisión preventiva podría ser levantada como forma de amnistía, ya que la tentativa no tuvo consecuencias objetivas, y su libertad no implicaría riesgos a la sociedad, lo que permitiría, a su vez, su asilo en México. Esta salida contribuiría a atenuar las tensiones por la frustración de sus electores que fueron testigos de las permanentes acciones de inviabilizar su gobierno.
El camino de retorno a la normalidad está lleno de dificultades. De hecho, para el primer ministro Alberto Otárola, quien recientemente recibió la confianza del Congreso, era más importante proteger a la capital de lo que era el contagio de las protestas (para ello, relegó las demandas regionales) que fomentar la unidad y el diálogo, que era lo que se esperaba. Partiendo de su sintonía con el Congreso, Otárola se ha convertido en el primer ministro con mayor aprobación entre los parlamentarios, a pesar de ser el responsable político de las masacres en el país.
La violación de los derechos humanos que ha padecido el país durante los últimos días debería invitar a todos los actores políticos a una mayor ponderación. Discutir un nuevo pacto político y social es, sin duda, el camino para fortalecer a la sociedad peruana y su democracia. Evitarlo, hará que el Perú sea un país invisible.
Carlos Santander es cientista político. Profesor e investigador asociado de la Universidad Federal de Goiás (Brasil). Doctor en Sociología, por la Universidad de Brasilia (UnB). Hizo un posdoctorado en la Universidad de LUISS (Italia). Se ha especializado en estudios comparados sobre América Latina.
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