Por: Rogelio Núñez
Bernardo Arévalo, del Movimiento Semilla, venció con el 58% de los votos en las elecciones presidenciales de Guatemala que se hicieron este 20 de agosto. Pero esta no es solo una derrota para su adversaria electoral Sandra Torres, de la Unidad Nacional de la Esperanza, sino también para el sistema que había hegemonizado durante décadas el poder en el país centroamericano.
Un hecho, aparentemente anecdótico, arroja luz sobre el cambio tectónico que se encuentra detrás de este resultado. Arévalo, quien careció de grandes aportes a su campaña, recibió una donación de 100.000 dólares de un hombre joven, referente del emprendedurismo y la tecnología como Luis von Ahn, el guatemalteco fundador de la aplicación de aprendizaje de idiomas Duolingo. Por el contrario, en la segunda vuelta, Torres recibió el apoyo de, entre otros, la Fundación contra el Terrorismo, cuyo esquema ideológico sigue anclado en el conflicto interno (1962-1996) y el “peligro del comunismo”.
Arévalo logró enlazar con el presente (las nuevas generaciones) y el futuro (la tecnología) del país, mientras Torres encarnaba los estertores de un pasado que se basa en el clientelismo y el patrimonialismo con poca legitimidad entre las nuevas y las viejas generaciones.
La victoria de Arévalo es, desde un punto de vista histórico, una reivindicación de la figura de Juan José Arévalo (padre del presidente electo, quien gobernó entre 1945 y 1951). Un presidente que, en el imaginario colectivo guatemalteco, está considerado como uno de los mejores mandatarios del país (creador del sistema de seguridad social) y a quien un golpe de Estado en 1963 le impidió continuar su obra de gobierno. El apellido Arévalo, con todo su significado y connotaciones, ha tenido influencia en esta victoria, pues, para la débil identidad colectiva guatemalteca, va asociado a una época de reformas sociales y honradez. Y Bernardo Arévalo ha esgrimido como principal bandera electoral la lucha contra la corrupción.
Además, la perennemente frustrada sociedad guatemalteca ha estado desde 2015 buscando infructuosamente un liderazgo capaz de canalizar sus deseos de cambio, transformación y mayor democratización y transparencia. Las movilizaciones contra el gobierno de Otto Pérez Molina (2012-2015) acabaron con una administración corrupta, pero no engendraron un liderazgo alternativo ni tampoco un cambio de modelo que el electorado creyó ver en un outsider como Jimmy Morales (2016-2020).
Tras la decepción de este cómico metido a político, el sistema clientelar impidió el cambio vetando la candidatura de Thelma Aldana en 2019 (quien se presentaba bajo el paraguas de Semilla, una organización nacida al calor de lo ocurrido en 2015). Esto posibilitó que llegara a la Presidencia un Alejandro Giammattei (2020-24) que conformó una amplia alianza informal de partidos e intereses que cooptó el sistema para preservar el modelo hegemónico.
Ahora, en 2023, un electorado joven, vinculado a las redes sociales, buscó acabar con ese sistema mediante el apoyo a figuras antiélite: primero, a Roberto Arzú, y luego, a Carlos Pineda. El sistema, conocido como “pacto de corruptos”, sacó de la carrera electoral a los que se destacaban y suponían un riesgo para su supervivencia, pero no supo ver el surgimiento de Bernardo Arévalo, que no sacaba en las encuestas para la primera vuelta más allá del 3% y pasó al balotaje con poco más del 11% en una situación de amplia fragmentación.
Después de haberse impuesto de forma contundente en la segunda vuelta, Arévalo, con posturas de centroizquierda, encarna un cambio radical, pero desde la moderación. Llega al poder un proyecto reformista que no procura la vendetta: ha asegurado que no habría un aumento de impuestos (apuesta por hacer más eficiente la recaudación combatiendo la corrupción y el contrabando) ni alineamiento con China, sino buenas relaciones con Pekín y Taiwán dentro de una política exterior independiente.
Además, se muestra como un reformista (vincula su posición izquierdista al modelo del uruguayo José Mujica), respetuoso con “todo tipo de propiedad privada”, partidario del aborto, pero solo del terapéutico, y de facilitar el acceso a la salud mediante el fortalecimiento del Seguro Social y la eliminación del monopolio de las farmacéuticas por medio del estímulo a la competencia entre privados.
Arévalo ha calmado los recelos sobre su procedencia de izquierdas (centroizquierda, en realidad) al hacer hincapié en que su gobierno no supondría el inicio de las expropiaciones de tierras, ni abriría la puerta a la subida o creación de impuestos, ni a la aplicación de una agenda radical en materia de género y, mucho menos, un ataque al empresariado y a las Fuerzas Armadas, instituciones con las que tendió puentes.
La propuesta transversal de Arévalo, si bien moderada, daña claramente intereses creados por su cruzada contra los privilegios y la corrupción, pero, sobre todo, quiere cortar “el aceite que lubrica la corrupción es el presupuesto de obras del Estado, porque alrededor de ese presupuesto se tejen las voluntades corruptas del Ejecutivo, de los diputados, de alcaldes, de constructores corruptos”.
Por eso, su gran desafío va a ser alcanzar la gobernabilidad. La institucionalidad (partidos, Congreso y, sobre todo, órganos judiciales) sale herida en su legitimidad al haber sido cooptada por los intereses corporativos. El nuevo gobernante llega rodeado de grandes expectativas, pero con un reducido margen de acción. No solo tiene una bancada minoritaria con poca capacidad de conformar alianzas con otras fuerzas que le otorguen mayoría, sino que también todo apunta a que el bloque de partidos más vinculados al sistema ―que son mayoritarios― aspirarán a bloquear las iniciativas de corte reformista.
Además, sobre Arévalo, que, al gobernar, va a enfrentar un serio problema de déficit de cuadros para completar su administración, pende una espada de Damocles que el sistema blande como forma de obstaculizar su administración: la disolución de la personalidad jurídica de Semilla que impulsa el actual Ministerio Público haría que el grupo parlamentario desapareciera y los diputados no podrían participar en las comisiones del Legislativo, lo que debilitaría el respaldo y el margen de acción del gobierno de Arévalo.
Se perfila, así, un futuro, sin duda, complejo. Sin embargo, algo ya se ha logrado: Guatemala ha votado por la vuelta de una “primavera”: Juan José Arévalo gobernó durante la conocida como “primavera democrática (1944-54)”, algo a lo que el candidato ganador ha aludido en repetidas ocasiones y que anuncia el “otoño del patriarca (del sistema)”. El reto para Bernardo Arévalo es convertir esa primavera en eterna (a Guatemala se le conoce como “el país de la eterna primavera”) y evitar un “winter is coming”, la vuelta del invierno del autoritarismo y la corrupción.
Rogelio Núñez es investigador sénior asociado del Real Instituto Elcano y profesor en diferentes universidades. Doctor en Historia Contemporánea de América Latina, por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, de la Universidad Complutense de Madrid.